lunes, 16 de marzo de 2015

Pasantía Laboral

Siguiendo con Relatos de Viajes, narro un viaje que me tocó hacer hace varioooss años. (Este relato ya figura en otro de mis Blogs)


En el año 1994 por razones de trabajo, me tocó hacer una pasantía de casi un mes, en una empresa en San Pablo, Brasil.

Me encantaba la idea, así que me preparé. Algunos compañeros de trabajo me sugerían que quedaba bien llevar  regalitos típicamente argentinos para obsequiar a la gente con la que me relacionara. Así es que compré algunas cajas de alfajores Habana y como a mi me gustaban de chocolate,  los compré solo  de chocolate. Compré varias láminas  con figuras de bailarines de tango, otras con caballos  criollos, algún mate  y algunos llaveros con gauchos.

Antes de ese viaje, ya había viajado muchas veces sola y nunca me había pasado nada. En el aeropuerto  me iba a estar  esperando alguien de la empresa. Pero nadie me había avisado que me venía a buscar  un mulato “Increíble”  (por lo raro). Era bastante más joven que yo, alto, espigado y tenía ojos celestes. ¿¿¿Mulato de ojos celestes????  Sí. Piel que sin ser negra,  era morena; esa mezcla rara que no es blanca ni negra: solo mulata. Era el ingeniero que iba a estar como encargado de  mi pasantía.
Después de recuperarme de la sorpresa, comenzamos a conversar,  él  en portugués y yo en español, pero logramos entendernos a la perfección. Resultó ser muy gentil,  muy profesional y muy correcto. Me llevaba y me traía en su coche  todos los días desde el  hotel a la empresa. Así que en el viaje,  tanto de ida como de vuelta,  escuchábamos música brasilera y comentábamos sobre las costumbres de nuestros países de origen. Me recomendó varias visitas que podía hacer en la ciudad sin correr grandes peligros.   San Pablo  en ese momento era una ciudad para cuidarse y mucho.

Solo enumero "algunas" de las cosas que me pasaron,  ya que daría para varios capítulos contarlas.

-          Un taxista me vio cara de “no soy de aquí”  y me  llevó por donde quiso. Me asusté bastante y cuando le dije que no me estaba llevando al lugar correcto, se ofendió y casi me deja plantada en medio de una autopista. No lo hizo, pero me dejó en un barrio del cual me costó volver.
-          Una tarde salí de compras al centro comercial. De pronto observé que por la misma calle que yo transitaba, venía una barra de niños, serían unos 20. Los llamaban “pirañitas” (En toda América Latina llaman con ese nombre a estas barritas). Me escondí como pude en un negocio. Los vendedores me dejaron pasar y seguidamente,  bajaron las persianas hasta que se fueron. Me comentaron que siempre lo hacían y no solo ellos, sino todos los negocios. ¡¡¡Que susto!!!
-          Aprendí a comer por Kg. ya que en los restaurantes en ese momento, se imponía la moda que aún hoy existe, de comer y abonar  por el  peso en Kg. del plato de  comida.
-          Me hice de muchísimos amigos que me pasaban recetas de comidas típicas de las regiones de  donde provenían, pues San Pablo es muy cosmopolita. Todos eran trabajadores de las empresas a las que yo iba.
-          Cuando uno de los últimos días repartí los regalos, se peleaban entre ellos por las láminas de caballos y las de bailarines de tango. Por supuesto no me alcanzaron los regalos y algunos hasta quedaron un poco enojados...
-          En cuanto a los alfajores, yo los tenía en el frigobar de la habitación del hotel. En la empresa, aire acondicionado,  solo  tenía el jefe máximo, los demás nada y  el calor era insoportable.  Me causó mucha gracia ver que se comían los alfajores que yo repartía,  con el chocolate totalmente derretido y chorreando, pero encantados.

En las recorridas que hice por San Pablo y Río de Janeiro observé  que lo del “mestizo con ojos celestes” que a mi me había impactado tanto, se repetía en otras rarezas. Había tanta mezcla de razas.... se veían negros con ojos rasgados como los chinos. Sobre todo en el barrio chino de San Pablo, donde  he visto  mujeres  morenas con ojos rasgados  (chinos/japoneses)  ¡¡Hermosísimas!! Personas muy rubias, pero con rasgos bien  indígenas...etc.

Fue una experiencia muy linda y enriquecedora. Yo había ido muchas veces a Brasil como  turista, pero no era lo mismo verlo desde otro aspecto, el de un trabajador más.
Gely

miércoles, 18 de febrero de 2015

ALEMANIA 1973

Relatos de Viajes: Es otro relato de Horacio Navarro sobre un viaje que realizó siendo un joven recién egresado, pero hace unos cuantos años... ¡Gracias por la contribución!      

             La idea original, dado el lugar de los acontecimientos, fue la de escribir este relato en alemán, aprovechando el ya comentado dominio que tengo de la lengua de Goethe, pero para evitarles a los lectores  la necesidad de un traductor Alemán-Español y a mi uno Español-Alemán, decidí evitar intermediarios y hacerlo directamente en castellano, no sin antes reconocer el importante peso que tuvo la sabia opinión de mi esposa cuando me dijo “¡ DEJATE DE PAVADAS !”.
Este relato transcurre en Karlsruhe, una ciudad ubicada al Sud-Oeste de Alemania, pero comienza volviendo de Frankfurt.
Un compañero de trabajo de Argelia y luego muy buen amigo, Alemán él, al enterarse que iba a su país, me enseñó y dio anotadas un par de palabras, que aún recuerdo, como para salir de un apuro: “¿Wo?”, que significa “¿Dónde?” y creo que era  “Ich spreche kein Deutsch”, que significa: “No hablo Alemán”.
El traslado de Frankfurt a Karlsruhe lo hice en un tren que en esa época ya andaba a 150 km/hr y el cual tenía camarotes para seis personas en lugar de los asientos comunes. No viajaba mucha gente y a mí me tocó uno compartido solo con una señora mayor que entró al mismo ya tejiendo y saludando amablemente.  Luego de una gentil inclinación de cabeza como para no pasar por mal educado, me concentré en mirar por la ventana para tratar de no perderme nada de todo lo nuevo que veía. Partió el tren y el tácito acuerdo con la anciana, de ella tejer y yo mirar por la ventana, funcionó por unos cuantos kilómetros, hasta que la señora me dirige la palabra. Alzando mis hombros al tiempo que separaba las manos y ponía mi mejor cara de desorientado, traté de significar que no la entendía. Si me hubiera desnudado, convertido en el hombre araña, o ahorcado, la señora no lo hubiera notado pues sin prestarme la menor atención ni levantar la vista del tejido, continuó hablándome. Luego de otros tantos kilómetros, me dio pena el supuesto diálogo que mantenía la anciana conmigo y, sacando el papelito para no equivocarme, le espeté sin previo aviso el “yo no hablo Alemán”. Ahí sí levantó la cabeza, me miró y dijo “Ah, ja, ja - (Ah, sí, si)”, tras lo cual siguió hablándome los 35 minutos de viaje que quedaban.
Resultado de la experiencia: el axioma de que, la naturaleza femenina, es independiente de la etnia y el idioma, se cumple.
Llegué a la casa de mis amigos pasada la media tarde y previo sacudirme en la vereda todas las palabras que me habían quedado encima, entré. Ellos se estaban preparando para asistir a una reunión de despedida que les hacían, así que les pedí que me dejaran en el centro de Karlsruhe para cenar y tomar un café.
Ya en el centro, caminé un poco conociendo la ciudad, entré a un estanco a comprar un habano pero más que nada por el aroma que salía de la tabaquería y además para ver el interior que era una belleza. Con mi puro en el bolsillo, fui a la búsqueda de un restaurant. Pasé por varios pensando que en Alemania era el día del gastronómico ya que todos estaban cerrados hasta que un cartelito, en inglés, me señaló que cerraban a las 20:30hs... Continué mi paseo dispuesto a cenarme un puro,  cuando veo un lugar abierto que se llamaba “Il Tio Julio”. Miro el interior y veo al frente un mostrador con tres hombres no muy altos, tez tostada y que por debajo de una gorra, se vislumbraban cabellos oscuros o que se notaban que habían sido oscuros, como escapados de la película, EL Padrino y al fondo, bajando unos escalones, un salón con mesas que no dejaban dudas que era un restaurant y que, al asociar todo al nombre del local me dio la certeza de haber encontrado una pizzería.
Haciendo un aparte, ¿les pasó viajar con esas guías que te enseñan frases y respuestas específicas a cada ocasión en la lengua nativa del lugar? Por ejemplo, si lo que uno quiere es pedir un café, la guía indicaría: “un café s’il vous plaÎt”, “a coffe please”, “ein Kaffee bitte” y la respuesta que da la guía es un “si señor” en cada uno de los idiomas.
Bueno, entré para ir al restaurant y un rubio germano, alto y que nada que ver con los otros tres, apareció detrás del mostrador y muy amablemente me soltó un montón de palabras a las que yo les asigné el sentido de “el restaurant está cerrado”. Siguiendo la consigna de la guía, me senté al mostrador y pedí “ein Bier bitte - (una cerveza por favor)”,…Guía y la…, por supuesto que la contestación no fue - si señor -, sino algo muy distinto a lo que yo solo alcancé a retener la última palabra y repetirla. El barman dio media vuelta y volvió con un vaso de unos 10cm de diámetro y unos 25/30cm de alto repleto de cerveza que parecía más bien un surtidor de nafta común. Resignado, me propuse tomar hasta donde pudiera e irme a dormir. En eso estaba cuando entra una pareja, le dice algo al barman y siguen para el restaurant. No dudé, me levanté y enfilé raudo al salón dispuesto a seguir adelante dijera lo que dijera el barman. Logré llegar a una mesa y sentarme con aire de triunfo o más bien con hambre de pizza. Me encontraba muy entusiasmado viendo las variedades que ofrecía en italiano la parte traducida del menú, cuando mi entusiasmo se enfrió al ver acercarse al barman rubio germano, alto y con mi vaso de cerveza dejado en el mostrador. Lo primerié y antes que volviera a decir algo inentendible, le confesé que no hablaba alemán y en algo parecido al italiano, le pedí una pizza de anchoas y un “vino bianco” porque, aunque me gusta el tinto, no sabía como pedirlo. Regalándome una cordial sonrisa, el rubio germano, alto me contesta, “il signore non è tedesco, io sono italiano (el señor no es alemán, yo soy italiano)”. Me acompañó charlando como pudimos, mientras comía mi pizza de anchoas y compartimos el vino.
Si alguien sabe cómo volví a la casa después de haber tomado prácticamente solo una bruta cerveza y casi una botella de vino, por favor escríbame.

Horacio Navarro

jueves, 12 de febrero de 2015

Lluvia.

Este es un relato de un viaje hecho por Laura y Marcos hace muchos años, donde aún no había teléfonos celulares, los caminos eran de tierra consolidada, por lo cual hay que ubicarse en esa época para leerlo. La que narra es Laura. Gracias por el aporte!

No sé que pensar, mirá  cómo llueve. Es un diluvio y hace horas que llueve de esta forma.  Creo que así  no podemos viajar por la montaña   dijo Marcos mientras cerraba la puerta balcón  de la hostería de Cafayate, donde habíamos pasado la noche.
A mí también me daba temor manejar por la alta montaña en medio de semejante lluvia y niebla. Pero qué remedio quedaba, le habíamos dicho a Julio que nos esperara en la Terminal de Tafí del Valle, donde lo recogeríamos para hacer otro tramo de este viaje en su compañía. No podíamos dejarlo plantado. Eso sí, iríamos bien despacio, tratando de evitar que las ruedas patinaran en el barro,  no sea cosa que termináramos en medio de un precipicio.

Por esa misma ruta circulaban Buses que iban o venían  de Cafayate. También coches con pasajeros como nosotros y camiones.
Sin embargo,  a pesar del peligro y de la desconfianza que yo sentía, la lluvia me atraía como un imán, así que le dije a Marcos:
Vayamos igual, seguro que en un rato la lluvia para y sale el sol. Solo es una tormenta de verano.

Cuando comenzamos a subir por la quebrada, no se veía absolutamente nada. Dentro del coche, se empañaban los vidrios con nuestros alientos. La lluvia arreciaba en las laderas de la montaña. El automóvil se deslizaba muy despacio entre charcos y barro.
De tan nerviosa que estaba,  me puse a cebar mate. Le ofrecí uno a Marcos y me  miró como si estuviese loca.  Me tomé todo el termo yo sola.
El desempañador no alcanzaba y la lluvia era tan intensa que no se veía a un metro del capó. Ibamos a tener que parar, no quedaba otra alternativa.  Pero  no había ningún refugio. Si llegara a venir un micro de frente o por atrás ¿Nos vería? La situación era  desesperante.
De pronto sin necesidad de tener que decidir nada, el coche se quedó atascado en una huella de barro. Ahora sí que estábamos empantanados. Empecé a temblar de susto  y  frío. Marcos me dijo que debíamos bajar, quedarnos adentro podría ser altamente peligroso.
Tomé  la cartera,  cerré el cuello de mi campera y abrí la puerta. Solo en ese momento noté que el coche, de mi lado, estaba al borde del precipicio. Comencé a gritar.
Marcos trató  de calmarme y me indicó que volviera a cerrar la puerta despacio.
- No te muevas o hacelo muy lentamente,   tenemos que hacer que el coche no se sacuda.
 Puso el freno de mano pero igualmente el auto se deslizaba algo.
En ese instante pensé en el  final y este iba a ser terminar desbarrancada por un precipicio a causa de una lluvia salvaje.
Nos quedamos los dos en silencio,  apenas respirábamos por miedo a provocar  cualquier movimiento. Entonces Marcos abrió su puerta muy lentamente y bajó despacio en medio del barro. Por lo menos de su lado no había precipicio. Seguía la lluvia, el cielo estaba negro, encapotado. Parecía de noche y tan solo eran las 10 de la mañana, pero  casi no se veía. Instantáneamente el viento se coló dentro del vehículo.
Marcos desde afuera, me tendió la mano y me indicó que me deslizara suavemente, así  me guió hasta alcanzar el exterior.
Cuando cerró la puerta del coche, el movimiento lo balanceó y con estrepitoso ruido vimos desaparecer nuestro auto por el barranco.
Quedamos átonitos, helados…
¡Nos habíamos salvado solo por una fracción de segundo!
Mi angustia y terror eran  tan grandes que comencé a llorar a los gritos.
Por favor no llores me pidió Marcos. Debemos salir inmediatamente del camino, corremos peligro de que algún otro coche nos lleve por delante. No se ve nada.

Caminamos penosamente bajo el intenso aguacero durante un tiempo que nos pareció interminable, empapados, embarrados. En un momento encontramos un angosto sendero. No teníamos idea adonde nos conduciría,  pero el solo hecho de salir de la ruta nos alentó a seguirlo. 
Al rato nos sentíamos aliviados. Ahí ya no podían pasar camiones ni micros, solo personas. Pensé en todo lo que había quedado en el baúl del coche y que perdimos.  Los regalos que fuimos comprando durante el recorrido que veníamos haciendo,  la ropa, las cosas de camping… el coche mismo.  Pero estábamos vivos. ¡Estábamos vivos! ¡¡Que alegría!!

Después de caminar por un buen rato, encontramos un ranchito. Golpeamos  las manos y asomó un paisano. Al ver nuestro calamitoso estado, sin preguntarnos nada, nos hizo entrar y sentarnos al calor del fuego de un gran brasero. Todo el rancho era un único ambiente con paredes de adobe y techo de paja. La familia,  tomaba mate y varios niños,  sentados alrededor del fuego, se mostraban tímidos. Nos sirvieron mate cocido y tortas fritas. Fue la comida más rica que probé en mi vida.
Marcos y yo empezamos a estar contentos, casi felices y nos reíamos tanto que  los niños se contagiaban y reían ellos también. Yo buscaba dentro de mi cartera para ver  si tenía caramelos o algo para los niños, pero solo tenía un paquete de pastillas mentoliptus. Las probaron y las caras que  ponían eran tan cómicas que no parábamos de reír.   Generosos, nos brindaron todo, de lo poco que tenían.
Luego de unas horas paró la lluvia. Nos despedimos de nuestros nuevos amigos con la promesa de volver y retribuir de alguna manera tanta solidaridad.

Don Anselmo, nos acompañó un trecho para guiarnos hasta el próximo pueblo, donde había un teléfono. Allí podríamos conseguir ayuda. Pero esa es otra historia que algún día contaré. 
Laura

martes, 3 de febrero de 2015

Un profesor increíble.

Yo cursé la escuela secundaría en un  industrial. En esa época, hace muchos años,  las chicas no iban a colegios técnicos. Por esa razón era la única mujer.

En 4to. ó 5to. año tuve una materia que se llamaba Organización Industrial. La dictaba un profesor muy particular. Bien gordito, bajo de estatura, morocho, cara redonda regordeta y rulitos negros, para completar usaba  anteojos oscuros que tenían unos vidrios con muchos círculos  concéntricos, o sea de mucho aumento.

Este profesor se hizo muy  amigo de los muchachos, es decir de  mis compañeros. Era bromista, alegre y además explicaba muy bien su materia. A veces organizaba salidas con los alumnos. En  esos paseos,  yo, por ser la única mujer del curso, no participaba.

El profesor conmigo no sabía muy bien cómo manejarse, ni por donde abordarme. Yo  notaba que deseaba acercarse  de alguna forma  y que tal vez me veía un poco sola, pero reconozco que  no le daba mucha oportunidad de hacerlo, porque mi actitud era un tanto arisca.

En esa época  vivía con mi familia en “El Palomar” y tomaba todos los días el Ferrocarril San Martín, de ida y de vuelta.
Una vez regresando a mi casa, nos encontramos el profesor y yo, en el tren. Comenzamos a charlar. Bahh… el que charlaba era él y yo asentía o largaba algún monosílabo.  Me contó que su novia vivía en Caseros, una estación antes que la mía. Me preguntó así como al pasar, si me gustaba leer, le respondí que sí. Investigó qué tipo de lectura prefería y cuando faltaba poco para llegar a Caseros,  me dijo:
¿Leíste alguna vez algo de Mitología?
No, nunca.
¿Te gustaría leer algo?
Y no sé...bueno contesté no muy convencida.
Te voy a traer un libro para que empieces.
Bueno,  gracias  respondí sin nada de entusiasmo pero como para dejarlo contento.
 Mientras pensaba: Qué se va a acordar del libro… por suerte,  pronto se va a olvidar de este tema.

Al otro día apareció con un libro ¡gordísimo! Y me dijo:
Te traje éste para que empieces,  se llama “El Vellocino de Oro”. Y empezó a explicarme de qué trataba. Mientras él hablaba yo pensaba: ¡Uff… que terrible libraco! Voy a tardar meses en leerlo, pero  si no lo leo se va a ofender... ¡Que lío!...

Vellocino de oro











Ese día a la noche cuando me acosté,  comencé a hojearlo para darle un vistazo. A medida que pasaba las primeras hojas me empezó a entusiasmar y me iba atrapando cada vez más. Estaba tan entretenida,  que en un momento miré  el reloj y eran las 4 de la mañana. Tenía que levantarme a las 6.

Los siguientes días a causa de ese libro,  mi vida se descalabró. En vez de estudiar como hacía siempre durante el viaje en tren, leía a los Argonautas que iban tras el Vellocino. 

Jasón y el vellocino

Durante  las  comidas,  seguía leyendo pese a los retos de mi madre. No estudiaba, no hacía las tareas, me quedaba hasta tarde y casi sin dormir, porque además consultaba con la enciclopedia para ir viendo todos los detalles. ¡¡Me encantó, me deslumbró!!

Llegaba a la mañana al colegio y lo primero que hacía era  buscar al profesor para hacerle preguntas sobre lo que había leído  y no podía creer lo que este hombre sabía. Sobre todo me asombraba que siendo profesor de una materia tan técnica como Organización Industrial, tuviera estos conocimientos.

Me fue pasando más libros  y de la indiferencia que sentía por este profesor, pasé a  adorarlo. Es uno de los recuerdos más hermosos que tengo de mi adolescencia.
Tanto influyó ese libro en mí, que durante muchos años seguí leyendo y averiguando más de  Mitología.

Hace unos años cuando una de mis hijas estaba estudiando Teatro Griego, corrí a comprarle del mismo autor,  de Robert Graves, el libro sobre Mitos Griegos.

Creo que mi profesor  nunca se debe haber enterado hasta que punto influyó en mí,  puesto que  mucho después organicé un viaje con mi marido,  para ir a conocer Grecia. Y les aseguro que mientras recorría los increíbles lugares de ese país y visitaba los lugares históricos...  me acordaba tanto de mi querido profesor…
                                                                                                                                                Gely
Datos:
El vellocino de oro - Jasón y los argonautas
Una de las aventuras más conocidas de la mitología clásica fue la que emprendieron, bajo la comandancia de Jasón, un grupo de jóvenes a los que se conoció como "los argonautas", cuya expedición en busca del vellocino de oro fue relatada una y otra vez en el mundo antiguo. 

Para conseguir que Jasón se convirtiera en rey de Yolcos, su tío le ordenó buscar las cenizas de Frixo, un antepasado asesinado en la Cólquide, en donde también encontraría el vellocino de oro; así fue como Jasón mandó construir un barco, el Argos, en el que se embarcó junto a sus amigos, tras hacer un sacrificio a Apolo, para conseguir su protección. 

domingo, 1 de febrero de 2015

Pichón.

Hola:
Paula y  Javier tienen algo para contar. (¡Gracias por la colaboración!)

Hace unos días hubo una tormenta bastante fuerte y apareció en nuestro jardín, un pichoncito de zorzal.
Con Javier pensamos que  cayó de un nido del  árbol de un jardín  vecino.


Era precioso, como una bolita redonda,  con pelusa, el pechito anaranjado y parecía despeinado. Los padres se veían desesperados y desorientados, piaban y volaban todo el tiempo alrededor del pichón, que a esta altura lo bautizamos con ese nombre: “Pichón”.
Javier y yo intentamos por todos los medios  acercarnos para levantarlo y colocarlo nuevamente en el nido. Pero los padres no nos dejaban. Volaban por encima de nuestras cabezas piando muy fuerte y de forma amenazante.


Decidimos no intentarlo más y dejamos de salir al jardín a fin de no asustarlos.
Resignados,  los dos pájaros adultos proveían  de alimento a Pichón constantemente. Traían gusanitos, moras, etc. Yo les quería sacar fotos, pero en cuanto intentaba salir, se armaba nuevamente la batahola.
Pichón se apropió del lugar, estableciendo su nido a lo largo y ancho de nuestro jardincito. Tomó confianza y empezó a  hurgar por todos los rincones. Mientras,  sus abnegados progenitores iban y venían con las provisiones.


 Un día,  fisgoneando por uno de los rincones del jardín,  Pichón quedó enganchado entre unas cañas de bambú. Se armó tal griterío, que Javier y yo salimos corriendo al jardín y encontramos a los padres de Pichón, revoloteando y piando alrededor de las cañas y al propio Pichón más muerto que vivo,  ya que a pesar del pataleo,  no lograba desprenderse de las cañas.

Decidí rescatarlo y mientras Javier con una escoba, alejaba a los padres que volaban en picada a mí alrededor intentando atacarme con increíble agresividad,  logré desengancharlo y colocarlo sobre el pasto. Rápidamente nos fuimos adentro.

Lo insólito de esta historia es que un rato más tarde Javier y yo salimos tímidamente al jardín, cuidándonos de los padres de Pichón y,  por primera vez en estos diez días, no nos atacaron… Empezamos a movernos más libremente y nada. Parecía como que   aceptaban y entendían que no éramos enemigos. A partir de ese momento hasta pude sacarle fotos a Pichón.

Al poco tiempo,  Pichón   empezó con unos  saltitos, luego vuelos cortos y un día se fue.
  

Me gusta creer que entre los tantos zorzales que vienen a  nuestro jardín, a veces aparece Pichón para hacernos una visita.

 Paula y Javier

miércoles, 28 de enero de 2015

DE BUENOS AIRES A ARGELIA - (2da. parte)

Esta es la 2da. parte del relato que nos viene brindando Horacio, por lo cual para aquellos que recién se incorporan a la lectura, les sugiero leer en esta misma página del blog, pero más abajo,  la 1ra. parte. No tiene desperdicio!
 Gracias una vez más Horacio!  


  Traspasada la puerta de migraciones entré a un hall  no muy grande que daba ya a las puertas de salida del aeropuerto y donde se encontraban algunos mostradores de despacho de equipaje, por supuesto los dos más importantes eran Air France y Air Argelie (الخطوط الجوية الجزائرية‎), en medio del hall, un mostrador mayor y, sobre la pared, un gran cartel indicador de horarios de vuelos que era de tablillas móviles acorde a la época, más árabes con turbantes y túnicas esperando a algún viajero y una cantidad similar de hiyab (túnicas con velo), bajo los cuales, aparte de ojos,  había mujeres.
            Ansioso miraba a mi alrededor en busca del primoroso cartelito con mi nombre señalándome el camino hacia el humano que estuviera detrás de él y me permitiera reconocerlo inmediatamente como a un hermano del alma. Los turbantes y los hiyab comenzaron a marcharse de a poco parloteando con alguno de mis víctimas/asesinos del avión y el cartelito sin aparecer. En un momento dado, me encontré solo en el hall y, presintiendo un futuro cercano bastante fulería, diría mi abuelo, me senté sobre las valijas resignado y a su vez esperanzado que el cartel hubiera tenido un problema y estuviera retrasado.
No fue así, los simpáticos policías militares tamaño familiar y con armas que serían la envidia de Rambo,  pasaban de a dos o tres haciendo su ronda y observándome. Comenzaron a cerrar el aeropuerto y mi desazón aumentaba en forma cuadrática al porcentaje de aeropuerto cerrado. De repente, el sonido de las tabillas del indicador de vuelos moviéndose llamó mi atención y veo a una chica de uniforme que, detrás del mostrador, comenzaba a ponerlas en su posición neutra y a cerrar lo único que quedaba abierto. Salí disparado al mostrador a preguntarle a la chica si hablaba inglés. Un “no” como respuesta, terminó por confirmar mi presentimiento sobre que ese no era mi mejor día. No desesperé, porque ya estaba al límite de la desesperación, y se me ocurrió decirle una palabra que es internacional “Hotel”. La increíble, bella, inteligente, etc., etc.,  niña sacó una hoja en la cual había un listado de hoteles y me la alcanzó. No le pedí que se casara conmigo en ese momento por una cuestión de idioma. Entre toda la lista de hoteles, uno de ellos se llamaba, existe actualmente, Hotel d’anglaterre.  Indudablemente el nombre me sugirió que allí se hablaba inglés, y de ese anoté la dirección. Ahora, a tratar de llegar.
Salí fuera del aeropuerto para ver si veía un taxi pero con resultados negativos, cuando veo pasar algo así como un comisario de abordo al cual paro y en el cual encuentro otro negado al idioma inglés, pero, ya con mi consumada experiencia internacional, le descargo, implacable, la palabra “TAXI”. Me levanta el pulgar en señal afirmativa, y ya yo, completamente lanzado, saco unos Dólares y le muestro la dirección del hotel dándole a entender que quería saber el costo del viaje. Me señala los Dólares, me dice no con el dedo y me muestra Dinares, la moneda local. Me hace señas de que lo siga, entramos nuevamente al hall y vamos hasta un baño, dentro del cual, fuera de la vista de los guardias, iba a decir que me cambió, pero mejor digo me curró, una buena cantidad de Dólares por unos Dinares. Sin duda que no estaba en posición de discutir y más sin tener idea del cambio. Salimos nuevamente y me acompañó hasta una parada de taxis, en la que tomo uno hasta el hotel con la grata sorpresa que lo cambiado me alcanzó para pagar el viaje.

Calle de La Casbah con Horacio de muy joven, en el fondo.

Entré al hotel más triunfante que Aníbal, aunque sin los elefantes porque en los hoteles no se permiten mascotas, y digo un rotundo y firme “Good Night, I need a room”. El “Yes Sir” se hizo esperar hasta la mañana, ya que ninguno de los dos conserjes hablaba inglés y me disparan un poco entendible “English in the morning”. Acuso el golpe y, levantando mi dedo acusador, señalo el tablero de llaves. A estas alturas, ya mi capacidad de razonamiento era nula y mi cabeza estaba completamente embotada. Por suerte me entienden y tomando una de las llaves, el conserje me indica las escaleras y  me acompaña hasta una habitación. Abre la puerta, entra la valija y me entrega la llave, yo meto la mano en el bolsillo para darle una propina y realmente no se si lo redondo y chato que le di fueron monedas o las pastillas Renomé de Menta que se habían salido del paquete con el trajín del viaje. Me inclino más por las pastillas, porque al otro día, el conserje tenía mucho mejor aliento.
Antes de desarmar la valija, quise relajarme un poco y me asomé a la ventana, la cual tenía vista a La Casbah. La oscuridad de la noche y los tenebrosos techos negros de hollín con humeantes chimeneas sumado a las angostas callejuelas no contribuyeron en nada a bajar mi nivel de stress. Me dejé caer de espaldas cayendo cruzado sobre la cama, que por suerte estaba detrás de mí, la cual se hundió emitiendo gemidos de elásticos gastados al sentir mi peso, dándole más aire de suspenso a la situación. Observando de reojo, sin apartar las vista de las gruesas puertas talladas de un ropero igual al de las películas, y del cual un posible sicario con una daga Gumia curva podía salir de el, pase a despertarme al otro día tal cual había caído en la cama y con la valija sin abrir.
De ahí en más, la situación mejoró notablemente. El conserje de la mañana, al que le voy a estar eternamente agradecido, hablaba inglés y aparte era muy amable. Gracias a su ayuda logré ubicar el teléfono de la compañía. Llamé y al decir quién era, la respuesta  fue “Pero que hace acá, usted no estaba en Londres?”.

NOTA: A veces, por prejuicios, no tomamos el camino más sencillo. Después de un tiempo, me enteré que si bien no muchos argelinos hablaban inglés, si había una muy importante cantidad de ellos que hablaba castellano, debido a que eran descendientes de los Árabes que ocuparon el sur de España por 400 años.

Horacio Navarro

martes, 20 de enero de 2015

Acampantes bien provistos

Año 1975. 
Planificamos pasar unos días en un camping de Necochea. (Costa Atlántica de la Provincia de Buenos Aires). Por ese entonces éramos muy jóvenes y solo teníamos a  nuestra primera hija  de  apenas un  año y medio. 

Nuestro auto era un  DKW color azul, modelo 1966, que ya era usado cuando lo compramos. Por eso siempre estaba mi marido haciéndole algún arreglito. Ustedes preguntarán si él sabía algo de mecánica?? Absolutamente NO! Pero igual lo intentaba.


 Nos acompañaban  mis cuñados (Luís y Gaby) que aún eran novios, y mi suegra.  Ellos tres iban en el coche de Luís, un Fiat 128 flamante. La idea era hacer base en el campamento durante 10 días  y  aprovechar para pasear por los alrededores visitando otros pueblos y otras playas. Para eso llevamos 2 carpas.


En el camping,  armamos una frente a otra y entre ambas colocamos un sobretecho que unía a ambas carpas formando un “estar grande”. Instalamos la cocina de campaña, mesa y sillas de camping. Allí cocinábamos, jugábamos a las cartas, al dominó, en fin pasábamos nuestros ratos libres…

Vicenta, madre de Luís,  cuando se enteró que nos íbamos,  generosamente nos envió un souvenir para el viaje. Ella conocía una fiambrería de ventas al por mayor,  así que nos compró una lata de galletitas de agua de 4 Kg. y una mortadela enorme. 


La mortadela pesaría unos 5 k.o. y tenía una extraña forma geométrica: Nos dijo que era del tipo Bocha y ese fue el nombre con la cual la bautizamos: “La Bocha”.




 MORTADELA BOCHA
Descripción
Elaborada con carnes seleccionadas de porcinos y bovinos. y trozos de tocino de cerdo mezclados en exacta proporción. Embutida en vejiga natural. Ideal en sándwiches, platos fríos y picadas ya que su consistencia permite un excelente feteado.
Conservación
45/60 Días
Presentación
3,5 Kg. a 5 Kg.


 Nos entusiasmamos tanto con el obsequio que fuimos a una casa de camping y compramos especialmente para “La Bocha” una fiambrera de esas que  se colgaban de la rama de un árbol. Venía fabricada con un tejido plástico calado, de forma que permitía pasar el aire en su interior. Además traía varios  estantes y un cierre,  por lo cual lo que se guardara ahí,  quedaba aislado de las moscas y otros bichos.



El primer día  que regresamos de la playa  corrimos todos a la fiambrera.
Allí nos esperaba La Bocha, para la picadita o el sándwich. Al cortarla  pasó a ser “La Mocha” (palabra que significa “Sin punta”).
Era tan rica,  que  no  puedo hoy después de tantos años, olvidarme el deleite de saborearla. Luego la guardábamos celosamente en la fiambrera para que no se arruinara, hasta la próxima vez.



Comenzamos a recorrer los alrededores de la zona de Necochea y  nos  llevábamos algunos sandwichitos de La Mocha;  por si nos daba hambre...

Un día fuimos a conocer la ciudad de Balcarce y en lugar de preparar previamente los sándwiches,  llevamos directamente La Mocha  en la canasta de provisiones junto con el pan y el mate. Cuando la íbamos a cortar,  nos dimos cuenta que no traíamos una tabla donde apoyarla. A alguien se le ocurrió poner La Mocha sobre el capó del DKW y cortarla allí, encima de un papel.
No hace falta relatar que el capó del DKW se manchó horriblemente con la grasa de la mortadela. Un manchón importante. Allí mismo lo lavamos pero no salía. Dijimos:
-En el camping lo lavamos con detergente y  va a salir.  Pues no,  No salió. La mancha estaba fija en su lugar. Probamos con detergentes especiales para automóviles y nada.
Pero la historia no termina aún. Nuestra Mocha causaba tanta sensación entre los vecinos acampantes,  que al que se acercaba a preguntar de donde la habíamos traído, generosamente le ofrecíamos una pequeña degustación e incluso hasta algunos perros  venían a ladrarle a la fiambrera.

Una noche llovió y corrimos a poner la Mocha a resguardo, pero nos olvidamos de la lata de galletitas; se ve que no había quedado bien cerrada y el contenido apareció completamente deshecho. Se había transformado en una pasta amorfa y tan desagradable  que ni los perros, ni los pájaros del camping la quisieron.

Pero un día después,  nos levantamos y mientras desayunábamos, uno de nosotros, creo que fue Luís, gritó:
- ¡¡¡Nos robaron la Mocha!!!!

Nuestra tristeza  fue grande. La buscamos por todo el camping y nunca más la vimos. Eso sí,  el que la robó,  tuvo la delicadeza de dejarnos la fiambrera.

Debo confesar que nunca se fue la mancha que dejó La Mocha en el capó. Vendimos el coche con ella. El capó del DKW llevaba el sello imborrable de La Mocha.


                                                                                                                         Gely

viernes, 16 de enero de 2015

DOÑA ROSITA

Estimados:  Ya tengo varios colaboradores en este blog de relatos. ¿Tal vez habría que llamarlos "Columnistas"? No sé, pero no importa el nombre.  En cambio sí,  que me llegó el segundo aporte de Inés  Aguirre con la historia de su abuela. A mi me pareció muy tierna la manera en que va desarrollando el relato, ya que siempre lo hace a través de la mirada de una niña. 
¡¡ Muchas Gracias!!!

 II. LA ABUELIDAD DE MI ABUELA

Siempre me sentí muy cercana a mi abuela. Esto es curioso si considero qué poco tiempo pasábamos juntas en realidad. Supongo que la intensidad compensaba la cantidad.
Desde muy chica, en algunas ocasiones, mis padres me dejaban con ella. Muchas veces me quedaba a dormir una noche y ocasionalmente varios días cuando ellos salían de viaje. Entonces, para mí, ¡empezaba la fiesta!
Mi abuela me transformaba en su princesa y me dedicaba toda su atención. A ella le gustaba mucho pasear y verdaderamente disfrutaba llevarme con ella y mostrarse con su nieta.
 Recuerdo cómo disfrutaba yo el verla arreglarse. Tenía su personalidad hasta en el vestir: era toda una ceremonia que podía llevarle fácilmente dos horas. Nunca  salía de mañana, siempre por la tarde después de comer. Se ponía con parsimonia una prenda sobre otra: parece que estoy viendo los enormes corpiños con breteles de cinta de raso que ella misma les cosía, luego la faja con cientos de tiras que ella ajustaba una por una, las medias de seda con ligas, la fina combinación y finalmente su habitual blusa blanca de cuello de volados con el jumper de lana en invierno, o el vestido de lino en verano. Tenía pocas prendas y todas muy similares, los colores, siempre azul, blanco y celeste, como si hubiese elegido una especie de uniforme que le sentaba y se apegaba a él. A veces se hacía un gracioso moñito en el cuello con una cinta roja de terciopelo, o se ponía un ancho cinturón también rojo que le marcaba la esbelta cintura, únicos detalles de color en su paleta azul celeste. Tenía un solo par de zapatos de tacón,  negro de invierno y otro blanco de verano, eso sí, de los más finos de Buenos Aires, al igual que la cartera haciendo juego. El tapado, azul,  de Marilú o un fino saquito de hilo para el verano. Usaba guantes blancos tanto en invierno como en verano. Pocas alhajas, todas de oro: unos aritos que le había regalado un alumno que nunca se sacaba, varias pulseras argolla y algunos anillos que yo secretamente envidiaba, especialmente uno del que me enamoré y que le hice prometer que sería para mí. Hoy lo llevo como talismán cuando viajo, de alguna manera tenerlo conmigo me hace sentir que ella me protege. Cosas que ni yo misma puedo explicar.
El cabello, escaso y gris con algunas finas hebras blancas (color que milagrosamente conservó hasta su muerte) se lo peinaba en un rodete que sujetaba con muchas horquillas  que, de todos modos, no lograban cumplir su función ya que siempre andaba toda “desmechada” y nadie hubiera sospechado nunca que se había estado peinando durante largo rato.
Capítulo aparte era la cuestión del maquillaje: se pintaba con colorete bastante fuerte los pómulos y con rosa subido los labios sin respetar los límites de los mismos: el resultado era bastante curioso. Las uñas de los pies y las manos, pintadas siempre de rosa. Cualquier otra persona que tuviese esas manos y esos pies se hubiese dejado llevar por el sentido común que le aconsejaría no llamar la atención sobre los mismos. Pero no mi abuela. Los dedos de las manos eran enormes y artríticos y los de los pies, ¡ay, dios mío!, una enciclopedia de deformidades…
El interior de su cartera era un ejemplo de practicidad y orden. No usaba billetera: se tomaba el trabajo de clasificar los billetes, luego los  doblaba al medio y los ataba con una gomita. En esa clasificación quedaban fuera los billetes “viejos” y los rotos, los cuales guardaba para las propinas y, si eran los de más valor, los ponía adelante para sacárselos de encima rápido. En un monederito aparte llevaba las monedas. Las llaves, las ataba con una cinta de raso celeste de modo que quedasen separadas las de las diferentes puertas del departamento.
Terminada la complicada ceremonia del vestuario, me tomaba de la mano y salíamos a la aventura.
 Íbamos al cine y luego a tomar el té , generalmente a la confitería Ideal. La mesa se llenaba de masas y tostados y yo me sentía una reina cuando los mozos de impecable traje y moñito nos atendían con deferencia. Otras veces en vez del té, era cena en El Palacio de la Papa Frita, mi preferido. Aún veo ante mí esa fuente inmensa de papas fritas soufflé ¡que me comía prácticamente yo sola! De regreso a su casa, era paso obligado el kiosco de revistas: ¡dale abue, comprame la Susie! Y ella accedía y me compraba todas las que había. Yo no veía la hora de llegar al departamento para ponerme a leer esas revistas que llenaban mis sueños de romances y aventuras….
Si por alguna razón no salíamos, entonces la fiesta era en casa. Yo transformaba ese departamentito en mi reino y ella me dejaba hacer: disfrazarme con sus cosas, revolverle los cajones para ver qué encontraba, hacer tiendas de indios con su cama, en fin, todo lo que mi imaginación daba y mucho más. Por supuesto también  el desayuno en la cama, el almuerzo y cena  a pedido y  las golosinas que nunca faltaban.
Para entretenerme, también mi abuela me contaba cuentos e historias, algunas reales, otras no tanto. Había sido “maestra de varones” como decía siempre con orgullo, y muchas veces  me contaba anécdotas de aquellos años de docencia. Siempre estaba hablando, siempre contando algo o haciendo algún comentario sobre alguien. Era un poco criticona también y me hacía reír con sus ocurrencias.
Una vez me llevó de vacaciones a Mar del Plata, ciudad que amaba porque supongo que le recordaba otros tiempos en los que iba con su esposo. Nos alojamos en el Hotel  “de los marinos”, un hermoso edificio que conservaba el aire solemne de otros años. Tengo entrañables recuerdos de ese viaje: el desayuno y la cena en un comedor magnífico con mozos de saco y moñito que nos atendían como reinas, la exquisita sopa de verduras que constituía siempre el primer plato, las meriendas de leche con vainillas en La Martona y los infaltables alfajores Havanna, el viaje en tren, los paseos por la rambla…
Y pasaron los años, y crecí. Y siempre seguí visitando a mi abuela, devolviendo como podía con mi egoísta y breve presencia de adulto, tanto amor y tanta dedicación recibidos. Pero ésa, ya es otra historia.
Continuará…                                                    
                       Inés Aguirre.

miércoles, 14 de enero de 2015

DE BUENOS AIRES A ARGELIA - (1ra. parte)

Horacio Navarro, quién ya publicó en este blog el relato: 
http://relatosimprevistos.blogspot.com.ar/2015/01/argelia-desierto-del-sahara.html
 Envía nuevamente como colaboración,  la historia detallada de como llegó a trabajar y vivir en "El desierto del Sahara".  Esta parte la  va a desarrollar en capítulos para que podamos seguirla mejor. Para ello rescató  una fotos que tienen 42 años. Gracias!!!
 
El de arriba de todo soy yo (Horacio muy jovencito), el del medio el camello y el de abajo un Tuareg.
Este relato, es temporalmente anterior al de “ARGELIA, desierto del Sahara”, en especial porque aquí fue donde comenzó a correr el año 1973 y, al igual que en el relato anterior, yo también corría pero por el aeropuerto, o sino perdía el vuelo con el cual iba a comenzar mi viaje al continente africano. El itinerario era salir de Argentina, escala en Francia para cambio de avión y final en Argelia.

En el pre-embarque, me avisan que los aeropuertos de Europa, estaban afectados por una huelga general de controladores aéreos así que era muy probable que el vuelo desviara a Londres si no podía hacerlo en París para la combinación a Argelia, lo que me hizo dar una carrerita corta, pero esta vez de alegría (¿será por tanta carrera que ahora vivo cansado y sin ganas de hacer nada?). La compañía para la cual trabajaba, había coordinado todo para que alguien, con un primoroso cartelito con mi nombre, me esperara en el aeropuerto en Argel capital y, luego de pasar la noche allí, me ayudaría a tomar, al otro día, el vuelo a Hassi Messaud** , que se encuentra a unos 1000 Kms de Argel capital, en pleno Sahara.
Mis padres, hermanos, tías y abuelos habían venido a despedirme, todos muy contentos por el futuro que yo tenía por delante y en especial por los miles de kilómetros que ellos iban a tener por delante separándonos. De esto último me enteré después.
Ante la posibilidad del cambio de itinerario y como la compañía tenía oficinas en Londres, le pedí a mi padre que avisara en la empresa sobre esta contingencia para que, en caso de darse, me esperara alguien en el destino alterno. Por supuesto no había ninguna razón por la cual el efecto “teléfono descompuesto” no se cumpliera también en estas circunstancias, y, lo que quedó entendido para el resto del mundo excepto para el piloto y para mí, es que no iba a Paris, sino a Londres.
El vuelo partió y aterrizó en Francia sin inconvenientes. Averigüé por mi vuelo a Argel y me dijeron que iba a salir pero con unas horas de retraso. El aeropuerto se encontraba prácticamente vacío, así que aproveche a caminarlo por horas, observando todo con curiosidad y asombro como si lo viera por primera, y ciertamente, era mi primer vuelo internacional. Pero lo que conmovió mis fibras de técnico en electrónica recién egresado, fue cuando ví, en un anaquel de lustrosa madera forrada de Terciopelo azul, una primorosa cajita también de madera y forrada de Terciopelo rojo, con lustrosos bronces de adorno y, en su interior, una calculadora con display de LEDs que, aunque no lo crean, sumaba, restaba, multiplicaba, dividía y juro que hasta sacaba raíz cuadrada!!!. Quien sería el afortunado que podía pagar los 400 dólares que costaba esa maravilla de la tecnología.
Estaba aún imaginando a mis dedos deslizándose sobre el delicado teclado digitando números, cuando avisan por los parlantes del embarque de mi vuelo, el cual venía haciendo escala en Paris antes de Argel y al cual abordamos, no recuerdo bien, si cuatro o cinco personas. Previo a lo que sigue, quiero hacer una pequeña composición de lugar sobre quien era yo: muchacho (en ese entonces) argentino, de la capital, sin problemas raciales, solo porque en Argentina existían prácticamente todas las razas y muchas europeas, viajando como era costumbre en ese tiempo, de traje y corbata. Sumo a esto mi completa ignorancia de los países árabes, solo mitigada por las películas sobre el norte de Africa tipo “Casablanca”, “Lawrence de Arabia”, “Rommel, el zorro del desierto”, “El Secreto del Sahara”, etc...
Continuo. Al entrar al avión y dirigirme a mi asiento, quedé casi petrificado ante la visión de un sin fin de trigueños árabes con turbantes y túnicas y sentí la seguridad interior que, en un secreto acuerdo, estaban mirándome y repartiéndose que parte de mi cuerpo iba a cortar cada uno, sin siquiera imaginarme que ellos, en realidad, me miraban sospechosos de que el occidental loco, y ridículamente vestido, llevara una bomba y los hiciera volar en pedazos. No tengo dudas que me salvó la orden del comisario de abordo, dicha en árabe primero y francés después, de “prohibido matar al extranjero”, que según pude entender más adelante, en realidad fue “ocupar sus asientos y ajustarse el cinturón de seguridad para el despegue”, lo que me da lo mismo ya que en ese momento, yo me sentí a salvo y ocupé mi lugar debajo del asiento, al igual que hicieron todos ellos, a excepción del piloto y copiloto porque los sacó la azafata.

Aeropuerto de Argel. Se alcanza a divisar una mujer con el Hiyab Blanco
Un corto viaje hasta Argel, desentumecimientos de músculos general, consecuencia de viajar debajo del asiento, alegría de la azafata porque ninguno la molestó pidiéndole cosas desde allá abajo, pasar por migraciones y aduana en las condiciones ya contadas en el relato anterior pero sin mate, y la relajante entrada autorizada, al territorio Argelino.

Hassi Massaud en 1973
Calle de La Casbah con el Minarete coronando el punto más alto
**Hassi Messaoud significa “pozo de agua de Messaud”

lunes, 12 de enero de 2015

DOÑA ROSITA. GENIO Y FIGURA.

Hoy tenemos la colaboración de una relatora muy interesante. Se trata de Inés Aguirre, hija del gran Poeta Argentino Raúl Gustavo Aguirre. 


Raúl Gustavo Aguirre
(1927 - 1983)
es.wikipedia.org/wiki/Raúl_Gustavo_Aguirre

El relato de Inés me pareció encantador y ojalá lo continúe pues es solo una parte de la vida de Doña Rosita.
Gracias Inés por colaborar en este blog dedicado a los relatos!!
     
Va el relato:

DOÑA ROSITA 
I. GENIO Y FIGURA

Todavía me parece verla, preparándose para llevarme a pasear,  parada frente al espejo del diminuto baño, acomodándose con los enormes dedos artríticos las mechas sueltas del pelo grisáceo que se escapaban del  rodetito de la nuca, pintándose exageradamente con un rosa fuerte los labios y los pómulos.
 Los ojos pequeños y vivaces contrastaban con una enorme nariz aguileña. Delgada, de mediana estatura, siempre elegantemente vestida, podría decirse que el conjunto resultaba una caricatura, sí, es posible, así era Doña Rosita, una tierna e inolvidable caricatura familiar.
En realidad se llamaba Inés Rosa Lydia, su familia  le decía “doña Inés”, los nietos  “abuelita Inés”, pero alguien con mucho sentido del humor la empezó a llamar Doña Rosita porque era todo un personaje y para mí ese nombre le calzaba a la perfección.
 Era mi abuela paterna y se podría decir  que el simple hecho de que diera a luz a un gran poeta  la hizo importante. No es que ella se sintiera así, todo lo contrario, creo que para ella tener un hijo poeta era lo más natural del mundo. Así tomaba todo en la vida, con una naturalidad casi pasmosa.
De carácter difícil, era imposible hacerla cambiar de opinión ni que accediera a hacer lo que no quería.  Tantos años de vivir sola habían acentuado esa tendencia y eran pocas las personas a las cuales no irritaba. Por otro lado, era una persona sumamente alegre y generosa, siempre dispuesta al regalo.  Nunca, mientras pudo, se fijaba en gastos, tanto para ella como para sus seres queridos, siempre daba lo mejor.
Doña Rosita vivía en un diminuto departamento de dos ambientes en el centro, en la Avenida Corrientes y Maipú, un hermoso edificio que supo tener épocas mejores, escaleras de mármol, ascensores con rejas trabajadas, pisos de baldosas decoradas, molduras, en fin, cosas de otra época. Ya para los años en que yo la visitaba, casi no había gente viviendo en él, la mayoría eran oficinas, por lo cual mi abuela se quedaba prácticamente sola en ese inmenso edificio los fines de semana. El departamento era interno, las pocas ventanas daban a patios oscuros y no dejaban ver más que un ínfimo pedacito de cielo. Allí siempre era invierno, siempre de noche. Cocinaba en una pequeña cocina eléctrica y se movía alegre en ese metro cuadrado con la puerta   siempre abierta (la cocina tenía entrada independiente) pese a los ruegos de mi padre quien temía por su seguridad.  Igual no hacía caso, ése era todo su contacto con el mundo exterior los días en que permanecía en casa.
 La soledad no parecía pesarle, pero tenía un secreto: se había inventado una novela que parecía sacada de la radio con unos vecinos imaginarios en el piso de arriba. Este tema era siempre motivo de bromas familiares y también de discusiones ya que algunos opinaban que había que sacarla de su error y otros, como mi padre, sabían que esas historias la ayudaban a no sentirse tan sola. Casi podría decirse que esa novela era su razón diaria de vivir y le daba argumentos para contar esa extraña historia a quien quisiera escucharla. Claro, no lo dije, a mi abuela le encantaba hablar, tanto que también hablaba sola!
La historia que siempre contaba, con algunas variantes y aditamentos según sus años avanzaban,  era la siguiente: en el piso de arriba vivía una pareja con un hijo retardado, el padre estaba siempre borracho,  por la noche venía gente,  se armaba la timba, al pobre chico nunca lo sacaban. Lo increíble es que según como contaba la historia, parecía que ella veía y escuchaba a través de las paredes, tal era la cantidad de detalles que daba. –Vieja, ¿tenés el techo de cristal? –bromeaba mi padre.
Lo que mas la obsesionaba era que, decía ella, por la noche se la pasaban “tirando de la cadena” porque “estaban siempre descompuestos”, y eso le impedía dormir por los ruidos molestos. La realidad era que el departamento de arriba estaba desocupado, había estado ocupado una vez por una familia y al parecer mi abuela se había quedado en el tiempo, como si los años no pasaran ni para ella ni para los vecinos. Era inútil que el portero le dijera eso hasta el cansancio, ella decía que estaba “confabulado”. Se ofendía terriblemente cuando alguien osaba ponerla frente a esa verdad. Con el tiempo, todos la dejamos seguir con esta historia, total, no hacía mal a nadie y le daba motivos para entretenerse. Recuerdo que con el palo de la escoba golpeaba el techo “para hacerlos callar”: de pronto se ponía un dedo en la boca como para que yo hiciera silencio y me decía: “ves, ahí están jugando otra vez”, o “le están pegando al pobre chico, habría que llevarlos presos” y otras cosas por el estilo. Yo asentía y me reía mucho para mis adentros: ¡qué chiflada está mi abuelita, pensaba, pero cuanto la quiero!
Además de este curioso folletín, otras cosas mundanas interesaban visceralmente a mi abuela: la política y el fútbol.
Antiperonista acérrima, bastaba nombrarle al “general” para recibir una interminable retahíla de insultos, sermones y otras yerbas. A tal punto era su disgusto con este tema, que lo primero que preguntaba al conocer a una persona era: ”¿Ud no será peronacho no?” Escuchaba la radio todo el día, principalmente Radio Colonia. Si todavía me parece escuchar el consabido estribillo del noticiero “las últimas noticias para este boletín”…
El fútbol, su otra pasión. No se perdía la transmisión de un partido de River ni programa deportivo de la radio y en esos años, era fanática de un tal “Ramoncito Diaz”: vas a ver, me decía, ese muchacho promete. Sabía tanto que podía discutir en pie de igualdad con cualquier hombre con quien hablara de fútbol.
La televisión casi no le interesaba, recién tuvo una cuando yo era adolescente y lo curioso era que compartíamos el gusto por las novelas de Alberto Migré. Si hasta estaba enamoradísima de Arnaldo André, famoso actor de telenovelas de los años 70, tanto que me llevó al teatro a verlo y guardaba una foto arrancada de una revista en un cajón de su mesa de luz. Parecía una adolescente como yo: “ese paraguayito es divino”, decía.
Así vivía Doña Rosita, una solitaria a la que la soledad no alcanzaba, tanta vida interior creaba mucha vida exterior. Siempre alegre, siempre vital, jamás la ví enferma, jamás la oí hablar de vejez o de muerte, parecía vivir una juventud eterna.


Continuará….