miércoles, 18 de febrero de 2015

ALEMANIA 1973

Relatos de Viajes: Es otro relato de Horacio Navarro sobre un viaje que realizó siendo un joven recién egresado, pero hace unos cuantos años... ¡Gracias por la contribución!      

             La idea original, dado el lugar de los acontecimientos, fue la de escribir este relato en alemán, aprovechando el ya comentado dominio que tengo de la lengua de Goethe, pero para evitarles a los lectores  la necesidad de un traductor Alemán-Español y a mi uno Español-Alemán, decidí evitar intermediarios y hacerlo directamente en castellano, no sin antes reconocer el importante peso que tuvo la sabia opinión de mi esposa cuando me dijo “¡ DEJATE DE PAVADAS !”.
Este relato transcurre en Karlsruhe, una ciudad ubicada al Sud-Oeste de Alemania, pero comienza volviendo de Frankfurt.
Un compañero de trabajo de Argelia y luego muy buen amigo, Alemán él, al enterarse que iba a su país, me enseñó y dio anotadas un par de palabras, que aún recuerdo, como para salir de un apuro: “¿Wo?”, que significa “¿Dónde?” y creo que era  “Ich spreche kein Deutsch”, que significa: “No hablo Alemán”.
El traslado de Frankfurt a Karlsruhe lo hice en un tren que en esa época ya andaba a 150 km/hr y el cual tenía camarotes para seis personas en lugar de los asientos comunes. No viajaba mucha gente y a mí me tocó uno compartido solo con una señora mayor que entró al mismo ya tejiendo y saludando amablemente.  Luego de una gentil inclinación de cabeza como para no pasar por mal educado, me concentré en mirar por la ventana para tratar de no perderme nada de todo lo nuevo que veía. Partió el tren y el tácito acuerdo con la anciana, de ella tejer y yo mirar por la ventana, funcionó por unos cuantos kilómetros, hasta que la señora me dirige la palabra. Alzando mis hombros al tiempo que separaba las manos y ponía mi mejor cara de desorientado, traté de significar que no la entendía. Si me hubiera desnudado, convertido en el hombre araña, o ahorcado, la señora no lo hubiera notado pues sin prestarme la menor atención ni levantar la vista del tejido, continuó hablándome. Luego de otros tantos kilómetros, me dio pena el supuesto diálogo que mantenía la anciana conmigo y, sacando el papelito para no equivocarme, le espeté sin previo aviso el “yo no hablo Alemán”. Ahí sí levantó la cabeza, me miró y dijo “Ah, ja, ja - (Ah, sí, si)”, tras lo cual siguió hablándome los 35 minutos de viaje que quedaban.
Resultado de la experiencia: el axioma de que, la naturaleza femenina, es independiente de la etnia y el idioma, se cumple.
Llegué a la casa de mis amigos pasada la media tarde y previo sacudirme en la vereda todas las palabras que me habían quedado encima, entré. Ellos se estaban preparando para asistir a una reunión de despedida que les hacían, así que les pedí que me dejaran en el centro de Karlsruhe para cenar y tomar un café.
Ya en el centro, caminé un poco conociendo la ciudad, entré a un estanco a comprar un habano pero más que nada por el aroma que salía de la tabaquería y además para ver el interior que era una belleza. Con mi puro en el bolsillo, fui a la búsqueda de un restaurant. Pasé por varios pensando que en Alemania era el día del gastronómico ya que todos estaban cerrados hasta que un cartelito, en inglés, me señaló que cerraban a las 20:30hs... Continué mi paseo dispuesto a cenarme un puro,  cuando veo un lugar abierto que se llamaba “Il Tio Julio”. Miro el interior y veo al frente un mostrador con tres hombres no muy altos, tez tostada y que por debajo de una gorra, se vislumbraban cabellos oscuros o que se notaban que habían sido oscuros, como escapados de la película, EL Padrino y al fondo, bajando unos escalones, un salón con mesas que no dejaban dudas que era un restaurant y que, al asociar todo al nombre del local me dio la certeza de haber encontrado una pizzería.
Haciendo un aparte, ¿les pasó viajar con esas guías que te enseñan frases y respuestas específicas a cada ocasión en la lengua nativa del lugar? Por ejemplo, si lo que uno quiere es pedir un café, la guía indicaría: “un café s’il vous plaÎt”, “a coffe please”, “ein Kaffee bitte” y la respuesta que da la guía es un “si señor” en cada uno de los idiomas.
Bueno, entré para ir al restaurant y un rubio germano, alto y que nada que ver con los otros tres, apareció detrás del mostrador y muy amablemente me soltó un montón de palabras a las que yo les asigné el sentido de “el restaurant está cerrado”. Siguiendo la consigna de la guía, me senté al mostrador y pedí “ein Bier bitte - (una cerveza por favor)”,…Guía y la…, por supuesto que la contestación no fue - si señor -, sino algo muy distinto a lo que yo solo alcancé a retener la última palabra y repetirla. El barman dio media vuelta y volvió con un vaso de unos 10cm de diámetro y unos 25/30cm de alto repleto de cerveza que parecía más bien un surtidor de nafta común. Resignado, me propuse tomar hasta donde pudiera e irme a dormir. En eso estaba cuando entra una pareja, le dice algo al barman y siguen para el restaurant. No dudé, me levanté y enfilé raudo al salón dispuesto a seguir adelante dijera lo que dijera el barman. Logré llegar a una mesa y sentarme con aire de triunfo o más bien con hambre de pizza. Me encontraba muy entusiasmado viendo las variedades que ofrecía en italiano la parte traducida del menú, cuando mi entusiasmo se enfrió al ver acercarse al barman rubio germano, alto y con mi vaso de cerveza dejado en el mostrador. Lo primerié y antes que volviera a decir algo inentendible, le confesé que no hablaba alemán y en algo parecido al italiano, le pedí una pizza de anchoas y un “vino bianco” porque, aunque me gusta el tinto, no sabía como pedirlo. Regalándome una cordial sonrisa, el rubio germano, alto me contesta, “il signore non è tedesco, io sono italiano (el señor no es alemán, yo soy italiano)”. Me acompañó charlando como pudimos, mientras comía mi pizza de anchoas y compartimos el vino.
Si alguien sabe cómo volví a la casa después de haber tomado prácticamente solo una bruta cerveza y casi una botella de vino, por favor escríbame.

Horacio Navarro

jueves, 12 de febrero de 2015

Lluvia.

Este es un relato de un viaje hecho por Laura y Marcos hace muchos años, donde aún no había teléfonos celulares, los caminos eran de tierra consolidada, por lo cual hay que ubicarse en esa época para leerlo. La que narra es Laura. Gracias por el aporte!

No sé que pensar, mirá  cómo llueve. Es un diluvio y hace horas que llueve de esta forma.  Creo que así  no podemos viajar por la montaña   dijo Marcos mientras cerraba la puerta balcón  de la hostería de Cafayate, donde habíamos pasado la noche.
A mí también me daba temor manejar por la alta montaña en medio de semejante lluvia y niebla. Pero qué remedio quedaba, le habíamos dicho a Julio que nos esperara en la Terminal de Tafí del Valle, donde lo recogeríamos para hacer otro tramo de este viaje en su compañía. No podíamos dejarlo plantado. Eso sí, iríamos bien despacio, tratando de evitar que las ruedas patinaran en el barro,  no sea cosa que termináramos en medio de un precipicio.

Por esa misma ruta circulaban Buses que iban o venían  de Cafayate. También coches con pasajeros como nosotros y camiones.
Sin embargo,  a pesar del peligro y de la desconfianza que yo sentía, la lluvia me atraía como un imán, así que le dije a Marcos:
Vayamos igual, seguro que en un rato la lluvia para y sale el sol. Solo es una tormenta de verano.

Cuando comenzamos a subir por la quebrada, no se veía absolutamente nada. Dentro del coche, se empañaban los vidrios con nuestros alientos. La lluvia arreciaba en las laderas de la montaña. El automóvil se deslizaba muy despacio entre charcos y barro.
De tan nerviosa que estaba,  me puse a cebar mate. Le ofrecí uno a Marcos y me  miró como si estuviese loca.  Me tomé todo el termo yo sola.
El desempañador no alcanzaba y la lluvia era tan intensa que no se veía a un metro del capó. Ibamos a tener que parar, no quedaba otra alternativa.  Pero  no había ningún refugio. Si llegara a venir un micro de frente o por atrás ¿Nos vería? La situación era  desesperante.
De pronto sin necesidad de tener que decidir nada, el coche se quedó atascado en una huella de barro. Ahora sí que estábamos empantanados. Empecé a temblar de susto  y  frío. Marcos me dijo que debíamos bajar, quedarnos adentro podría ser altamente peligroso.
Tomé  la cartera,  cerré el cuello de mi campera y abrí la puerta. Solo en ese momento noté que el coche, de mi lado, estaba al borde del precipicio. Comencé a gritar.
Marcos trató  de calmarme y me indicó que volviera a cerrar la puerta despacio.
- No te muevas o hacelo muy lentamente,   tenemos que hacer que el coche no se sacuda.
 Puso el freno de mano pero igualmente el auto se deslizaba algo.
En ese instante pensé en el  final y este iba a ser terminar desbarrancada por un precipicio a causa de una lluvia salvaje.
Nos quedamos los dos en silencio,  apenas respirábamos por miedo a provocar  cualquier movimiento. Entonces Marcos abrió su puerta muy lentamente y bajó despacio en medio del barro. Por lo menos de su lado no había precipicio. Seguía la lluvia, el cielo estaba negro, encapotado. Parecía de noche y tan solo eran las 10 de la mañana, pero  casi no se veía. Instantáneamente el viento se coló dentro del vehículo.
Marcos desde afuera, me tendió la mano y me indicó que me deslizara suavemente, así  me guió hasta alcanzar el exterior.
Cuando cerró la puerta del coche, el movimiento lo balanceó y con estrepitoso ruido vimos desaparecer nuestro auto por el barranco.
Quedamos átonitos, helados…
¡Nos habíamos salvado solo por una fracción de segundo!
Mi angustia y terror eran  tan grandes que comencé a llorar a los gritos.
Por favor no llores me pidió Marcos. Debemos salir inmediatamente del camino, corremos peligro de que algún otro coche nos lleve por delante. No se ve nada.

Caminamos penosamente bajo el intenso aguacero durante un tiempo que nos pareció interminable, empapados, embarrados. En un momento encontramos un angosto sendero. No teníamos idea adonde nos conduciría,  pero el solo hecho de salir de la ruta nos alentó a seguirlo. 
Al rato nos sentíamos aliviados. Ahí ya no podían pasar camiones ni micros, solo personas. Pensé en todo lo que había quedado en el baúl del coche y que perdimos.  Los regalos que fuimos comprando durante el recorrido que veníamos haciendo,  la ropa, las cosas de camping… el coche mismo.  Pero estábamos vivos. ¡Estábamos vivos! ¡¡Que alegría!!

Después de caminar por un buen rato, encontramos un ranchito. Golpeamos  las manos y asomó un paisano. Al ver nuestro calamitoso estado, sin preguntarnos nada, nos hizo entrar y sentarnos al calor del fuego de un gran brasero. Todo el rancho era un único ambiente con paredes de adobe y techo de paja. La familia,  tomaba mate y varios niños,  sentados alrededor del fuego, se mostraban tímidos. Nos sirvieron mate cocido y tortas fritas. Fue la comida más rica que probé en mi vida.
Marcos y yo empezamos a estar contentos, casi felices y nos reíamos tanto que  los niños se contagiaban y reían ellos también. Yo buscaba dentro de mi cartera para ver  si tenía caramelos o algo para los niños, pero solo tenía un paquete de pastillas mentoliptus. Las probaron y las caras que  ponían eran tan cómicas que no parábamos de reír.   Generosos, nos brindaron todo, de lo poco que tenían.
Luego de unas horas paró la lluvia. Nos despedimos de nuestros nuevos amigos con la promesa de volver y retribuir de alguna manera tanta solidaridad.

Don Anselmo, nos acompañó un trecho para guiarnos hasta el próximo pueblo, donde había un teléfono. Allí podríamos conseguir ayuda. Pero esa es otra historia que algún día contaré. 
Laura

martes, 3 de febrero de 2015

Un profesor increíble.

Yo cursé la escuela secundaría en un  industrial. En esa época, hace muchos años,  las chicas no iban a colegios técnicos. Por esa razón era la única mujer.

En 4to. ó 5to. año tuve una materia que se llamaba Organización Industrial. La dictaba un profesor muy particular. Bien gordito, bajo de estatura, morocho, cara redonda regordeta y rulitos negros, para completar usaba  anteojos oscuros que tenían unos vidrios con muchos círculos  concéntricos, o sea de mucho aumento.

Este profesor se hizo muy  amigo de los muchachos, es decir de  mis compañeros. Era bromista, alegre y además explicaba muy bien su materia. A veces organizaba salidas con los alumnos. En  esos paseos,  yo, por ser la única mujer del curso, no participaba.

El profesor conmigo no sabía muy bien cómo manejarse, ni por donde abordarme. Yo  notaba que deseaba acercarse  de alguna forma  y que tal vez me veía un poco sola, pero reconozco que  no le daba mucha oportunidad de hacerlo, porque mi actitud era un tanto arisca.

En esa época  vivía con mi familia en “El Palomar” y tomaba todos los días el Ferrocarril San Martín, de ida y de vuelta.
Una vez regresando a mi casa, nos encontramos el profesor y yo, en el tren. Comenzamos a charlar. Bahh… el que charlaba era él y yo asentía o largaba algún monosílabo.  Me contó que su novia vivía en Caseros, una estación antes que la mía. Me preguntó así como al pasar, si me gustaba leer, le respondí que sí. Investigó qué tipo de lectura prefería y cuando faltaba poco para llegar a Caseros,  me dijo:
¿Leíste alguna vez algo de Mitología?
No, nunca.
¿Te gustaría leer algo?
Y no sé...bueno contesté no muy convencida.
Te voy a traer un libro para que empieces.
Bueno,  gracias  respondí sin nada de entusiasmo pero como para dejarlo contento.
 Mientras pensaba: Qué se va a acordar del libro… por suerte,  pronto se va a olvidar de este tema.

Al otro día apareció con un libro ¡gordísimo! Y me dijo:
Te traje éste para que empieces,  se llama “El Vellocino de Oro”. Y empezó a explicarme de qué trataba. Mientras él hablaba yo pensaba: ¡Uff… que terrible libraco! Voy a tardar meses en leerlo, pero  si no lo leo se va a ofender... ¡Que lío!...

Vellocino de oro











Ese día a la noche cuando me acosté,  comencé a hojearlo para darle un vistazo. A medida que pasaba las primeras hojas me empezó a entusiasmar y me iba atrapando cada vez más. Estaba tan entretenida,  que en un momento miré  el reloj y eran las 4 de la mañana. Tenía que levantarme a las 6.

Los siguientes días a causa de ese libro,  mi vida se descalabró. En vez de estudiar como hacía siempre durante el viaje en tren, leía a los Argonautas que iban tras el Vellocino. 

Jasón y el vellocino

Durante  las  comidas,  seguía leyendo pese a los retos de mi madre. No estudiaba, no hacía las tareas, me quedaba hasta tarde y casi sin dormir, porque además consultaba con la enciclopedia para ir viendo todos los detalles. ¡¡Me encantó, me deslumbró!!

Llegaba a la mañana al colegio y lo primero que hacía era  buscar al profesor para hacerle preguntas sobre lo que había leído  y no podía creer lo que este hombre sabía. Sobre todo me asombraba que siendo profesor de una materia tan técnica como Organización Industrial, tuviera estos conocimientos.

Me fue pasando más libros  y de la indiferencia que sentía por este profesor, pasé a  adorarlo. Es uno de los recuerdos más hermosos que tengo de mi adolescencia.
Tanto influyó ese libro en mí, que durante muchos años seguí leyendo y averiguando más de  Mitología.

Hace unos años cuando una de mis hijas estaba estudiando Teatro Griego, corrí a comprarle del mismo autor,  de Robert Graves, el libro sobre Mitos Griegos.

Creo que mi profesor  nunca se debe haber enterado hasta que punto influyó en mí,  puesto que  mucho después organicé un viaje con mi marido,  para ir a conocer Grecia. Y les aseguro que mientras recorría los increíbles lugares de ese país y visitaba los lugares históricos...  me acordaba tanto de mi querido profesor…
                                                                                                                                                Gely
Datos:
El vellocino de oro - Jasón y los argonautas
Una de las aventuras más conocidas de la mitología clásica fue la que emprendieron, bajo la comandancia de Jasón, un grupo de jóvenes a los que se conoció como "los argonautas", cuya expedición en busca del vellocino de oro fue relatada una y otra vez en el mundo antiguo. 

Para conseguir que Jasón se convirtiera en rey de Yolcos, su tío le ordenó buscar las cenizas de Frixo, un antepasado asesinado en la Cólquide, en donde también encontraría el vellocino de oro; así fue como Jasón mandó construir un barco, el Argos, en el que se embarcó junto a sus amigos, tras hacer un sacrificio a Apolo, para conseguir su protección. 

domingo, 1 de febrero de 2015

Pichón.

Hola:
Paula y  Javier tienen algo para contar. (¡Gracias por la colaboración!)

Hace unos días hubo una tormenta bastante fuerte y apareció en nuestro jardín, un pichoncito de zorzal.
Con Javier pensamos que  cayó de un nido del  árbol de un jardín  vecino.


Era precioso, como una bolita redonda,  con pelusa, el pechito anaranjado y parecía despeinado. Los padres se veían desesperados y desorientados, piaban y volaban todo el tiempo alrededor del pichón, que a esta altura lo bautizamos con ese nombre: “Pichón”.
Javier y yo intentamos por todos los medios  acercarnos para levantarlo y colocarlo nuevamente en el nido. Pero los padres no nos dejaban. Volaban por encima de nuestras cabezas piando muy fuerte y de forma amenazante.


Decidimos no intentarlo más y dejamos de salir al jardín a fin de no asustarlos.
Resignados,  los dos pájaros adultos proveían  de alimento a Pichón constantemente. Traían gusanitos, moras, etc. Yo les quería sacar fotos, pero en cuanto intentaba salir, se armaba nuevamente la batahola.
Pichón se apropió del lugar, estableciendo su nido a lo largo y ancho de nuestro jardincito. Tomó confianza y empezó a  hurgar por todos los rincones. Mientras,  sus abnegados progenitores iban y venían con las provisiones.


 Un día,  fisgoneando por uno de los rincones del jardín,  Pichón quedó enganchado entre unas cañas de bambú. Se armó tal griterío, que Javier y yo salimos corriendo al jardín y encontramos a los padres de Pichón, revoloteando y piando alrededor de las cañas y al propio Pichón más muerto que vivo,  ya que a pesar del pataleo,  no lograba desprenderse de las cañas.

Decidí rescatarlo y mientras Javier con una escoba, alejaba a los padres que volaban en picada a mí alrededor intentando atacarme con increíble agresividad,  logré desengancharlo y colocarlo sobre el pasto. Rápidamente nos fuimos adentro.

Lo insólito de esta historia es que un rato más tarde Javier y yo salimos tímidamente al jardín, cuidándonos de los padres de Pichón y,  por primera vez en estos diez días, no nos atacaron… Empezamos a movernos más libremente y nada. Parecía como que   aceptaban y entendían que no éramos enemigos. A partir de ese momento hasta pude sacarle fotos a Pichón.

Al poco tiempo,  Pichón   empezó con unos  saltitos, luego vuelos cortos y un día se fue.
  

Me gusta creer que entre los tantos zorzales que vienen a  nuestro jardín, a veces aparece Pichón para hacernos una visita.

 Paula y Javier