miércoles, 28 de enero de 2015

DE BUENOS AIRES A ARGELIA - (2da. parte)

Esta es la 2da. parte del relato que nos viene brindando Horacio, por lo cual para aquellos que recién se incorporan a la lectura, les sugiero leer en esta misma página del blog, pero más abajo,  la 1ra. parte. No tiene desperdicio!
 Gracias una vez más Horacio!  


  Traspasada la puerta de migraciones entré a un hall  no muy grande que daba ya a las puertas de salida del aeropuerto y donde se encontraban algunos mostradores de despacho de equipaje, por supuesto los dos más importantes eran Air France y Air Argelie (الخطوط الجوية الجزائرية‎), en medio del hall, un mostrador mayor y, sobre la pared, un gran cartel indicador de horarios de vuelos que era de tablillas móviles acorde a la época, más árabes con turbantes y túnicas esperando a algún viajero y una cantidad similar de hiyab (túnicas con velo), bajo los cuales, aparte de ojos,  había mujeres.
            Ansioso miraba a mi alrededor en busca del primoroso cartelito con mi nombre señalándome el camino hacia el humano que estuviera detrás de él y me permitiera reconocerlo inmediatamente como a un hermano del alma. Los turbantes y los hiyab comenzaron a marcharse de a poco parloteando con alguno de mis víctimas/asesinos del avión y el cartelito sin aparecer. En un momento dado, me encontré solo en el hall y, presintiendo un futuro cercano bastante fulería, diría mi abuelo, me senté sobre las valijas resignado y a su vez esperanzado que el cartel hubiera tenido un problema y estuviera retrasado.
No fue así, los simpáticos policías militares tamaño familiar y con armas que serían la envidia de Rambo,  pasaban de a dos o tres haciendo su ronda y observándome. Comenzaron a cerrar el aeropuerto y mi desazón aumentaba en forma cuadrática al porcentaje de aeropuerto cerrado. De repente, el sonido de las tabillas del indicador de vuelos moviéndose llamó mi atención y veo a una chica de uniforme que, detrás del mostrador, comenzaba a ponerlas en su posición neutra y a cerrar lo único que quedaba abierto. Salí disparado al mostrador a preguntarle a la chica si hablaba inglés. Un “no” como respuesta, terminó por confirmar mi presentimiento sobre que ese no era mi mejor día. No desesperé, porque ya estaba al límite de la desesperación, y se me ocurrió decirle una palabra que es internacional “Hotel”. La increíble, bella, inteligente, etc., etc.,  niña sacó una hoja en la cual había un listado de hoteles y me la alcanzó. No le pedí que se casara conmigo en ese momento por una cuestión de idioma. Entre toda la lista de hoteles, uno de ellos se llamaba, existe actualmente, Hotel d’anglaterre.  Indudablemente el nombre me sugirió que allí se hablaba inglés, y de ese anoté la dirección. Ahora, a tratar de llegar.
Salí fuera del aeropuerto para ver si veía un taxi pero con resultados negativos, cuando veo pasar algo así como un comisario de abordo al cual paro y en el cual encuentro otro negado al idioma inglés, pero, ya con mi consumada experiencia internacional, le descargo, implacable, la palabra “TAXI”. Me levanta el pulgar en señal afirmativa, y ya yo, completamente lanzado, saco unos Dólares y le muestro la dirección del hotel dándole a entender que quería saber el costo del viaje. Me señala los Dólares, me dice no con el dedo y me muestra Dinares, la moneda local. Me hace señas de que lo siga, entramos nuevamente al hall y vamos hasta un baño, dentro del cual, fuera de la vista de los guardias, iba a decir que me cambió, pero mejor digo me curró, una buena cantidad de Dólares por unos Dinares. Sin duda que no estaba en posición de discutir y más sin tener idea del cambio. Salimos nuevamente y me acompañó hasta una parada de taxis, en la que tomo uno hasta el hotel con la grata sorpresa que lo cambiado me alcanzó para pagar el viaje.

Calle de La Casbah con Horacio de muy joven, en el fondo.

Entré al hotel más triunfante que Aníbal, aunque sin los elefantes porque en los hoteles no se permiten mascotas, y digo un rotundo y firme “Good Night, I need a room”. El “Yes Sir” se hizo esperar hasta la mañana, ya que ninguno de los dos conserjes hablaba inglés y me disparan un poco entendible “English in the morning”. Acuso el golpe y, levantando mi dedo acusador, señalo el tablero de llaves. A estas alturas, ya mi capacidad de razonamiento era nula y mi cabeza estaba completamente embotada. Por suerte me entienden y tomando una de las llaves, el conserje me indica las escaleras y  me acompaña hasta una habitación. Abre la puerta, entra la valija y me entrega la llave, yo meto la mano en el bolsillo para darle una propina y realmente no se si lo redondo y chato que le di fueron monedas o las pastillas Renomé de Menta que se habían salido del paquete con el trajín del viaje. Me inclino más por las pastillas, porque al otro día, el conserje tenía mucho mejor aliento.
Antes de desarmar la valija, quise relajarme un poco y me asomé a la ventana, la cual tenía vista a La Casbah. La oscuridad de la noche y los tenebrosos techos negros de hollín con humeantes chimeneas sumado a las angostas callejuelas no contribuyeron en nada a bajar mi nivel de stress. Me dejé caer de espaldas cayendo cruzado sobre la cama, que por suerte estaba detrás de mí, la cual se hundió emitiendo gemidos de elásticos gastados al sentir mi peso, dándole más aire de suspenso a la situación. Observando de reojo, sin apartar las vista de las gruesas puertas talladas de un ropero igual al de las películas, y del cual un posible sicario con una daga Gumia curva podía salir de el, pase a despertarme al otro día tal cual había caído en la cama y con la valija sin abrir.
De ahí en más, la situación mejoró notablemente. El conserje de la mañana, al que le voy a estar eternamente agradecido, hablaba inglés y aparte era muy amable. Gracias a su ayuda logré ubicar el teléfono de la compañía. Llamé y al decir quién era, la respuesta  fue “Pero que hace acá, usted no estaba en Londres?”.

NOTA: A veces, por prejuicios, no tomamos el camino más sencillo. Después de un tiempo, me enteré que si bien no muchos argelinos hablaban inglés, si había una muy importante cantidad de ellos que hablaba castellano, debido a que eran descendientes de los Árabes que ocuparon el sur de España por 400 años.

Horacio Navarro

martes, 20 de enero de 2015

Acampantes bien provistos

Año 1975. 
Planificamos pasar unos días en un camping de Necochea. (Costa Atlántica de la Provincia de Buenos Aires). Por ese entonces éramos muy jóvenes y solo teníamos a  nuestra primera hija  de  apenas un  año y medio. 

Nuestro auto era un  DKW color azul, modelo 1966, que ya era usado cuando lo compramos. Por eso siempre estaba mi marido haciéndole algún arreglito. Ustedes preguntarán si él sabía algo de mecánica?? Absolutamente NO! Pero igual lo intentaba.


 Nos acompañaban  mis cuñados (Luís y Gaby) que aún eran novios, y mi suegra.  Ellos tres iban en el coche de Luís, un Fiat 128 flamante. La idea era hacer base en el campamento durante 10 días  y  aprovechar para pasear por los alrededores visitando otros pueblos y otras playas. Para eso llevamos 2 carpas.


En el camping,  armamos una frente a otra y entre ambas colocamos un sobretecho que unía a ambas carpas formando un “estar grande”. Instalamos la cocina de campaña, mesa y sillas de camping. Allí cocinábamos, jugábamos a las cartas, al dominó, en fin pasábamos nuestros ratos libres…

Vicenta, madre de Luís,  cuando se enteró que nos íbamos,  generosamente nos envió un souvenir para el viaje. Ella conocía una fiambrería de ventas al por mayor,  así que nos compró una lata de galletitas de agua de 4 Kg. y una mortadela enorme. 


La mortadela pesaría unos 5 k.o. y tenía una extraña forma geométrica: Nos dijo que era del tipo Bocha y ese fue el nombre con la cual la bautizamos: “La Bocha”.




 MORTADELA BOCHA
Descripción
Elaborada con carnes seleccionadas de porcinos y bovinos. y trozos de tocino de cerdo mezclados en exacta proporción. Embutida en vejiga natural. Ideal en sándwiches, platos fríos y picadas ya que su consistencia permite un excelente feteado.
Conservación
45/60 Días
Presentación
3,5 Kg. a 5 Kg.


 Nos entusiasmamos tanto con el obsequio que fuimos a una casa de camping y compramos especialmente para “La Bocha” una fiambrera de esas que  se colgaban de la rama de un árbol. Venía fabricada con un tejido plástico calado, de forma que permitía pasar el aire en su interior. Además traía varios  estantes y un cierre,  por lo cual lo que se guardara ahí,  quedaba aislado de las moscas y otros bichos.



El primer día  que regresamos de la playa  corrimos todos a la fiambrera.
Allí nos esperaba La Bocha, para la picadita o el sándwich. Al cortarla  pasó a ser “La Mocha” (palabra que significa “Sin punta”).
Era tan rica,  que  no  puedo hoy después de tantos años, olvidarme el deleite de saborearla. Luego la guardábamos celosamente en la fiambrera para que no se arruinara, hasta la próxima vez.



Comenzamos a recorrer los alrededores de la zona de Necochea y  nos  llevábamos algunos sandwichitos de La Mocha;  por si nos daba hambre...

Un día fuimos a conocer la ciudad de Balcarce y en lugar de preparar previamente los sándwiches,  llevamos directamente La Mocha  en la canasta de provisiones junto con el pan y el mate. Cuando la íbamos a cortar,  nos dimos cuenta que no traíamos una tabla donde apoyarla. A alguien se le ocurrió poner La Mocha sobre el capó del DKW y cortarla allí, encima de un papel.
No hace falta relatar que el capó del DKW se manchó horriblemente con la grasa de la mortadela. Un manchón importante. Allí mismo lo lavamos pero no salía. Dijimos:
-En el camping lo lavamos con detergente y  va a salir.  Pues no,  No salió. La mancha estaba fija en su lugar. Probamos con detergentes especiales para automóviles y nada.
Pero la historia no termina aún. Nuestra Mocha causaba tanta sensación entre los vecinos acampantes,  que al que se acercaba a preguntar de donde la habíamos traído, generosamente le ofrecíamos una pequeña degustación e incluso hasta algunos perros  venían a ladrarle a la fiambrera.

Una noche llovió y corrimos a poner la Mocha a resguardo, pero nos olvidamos de la lata de galletitas; se ve que no había quedado bien cerrada y el contenido apareció completamente deshecho. Se había transformado en una pasta amorfa y tan desagradable  que ni los perros, ni los pájaros del camping la quisieron.

Pero un día después,  nos levantamos y mientras desayunábamos, uno de nosotros, creo que fue Luís, gritó:
- ¡¡¡Nos robaron la Mocha!!!!

Nuestra tristeza  fue grande. La buscamos por todo el camping y nunca más la vimos. Eso sí,  el que la robó,  tuvo la delicadeza de dejarnos la fiambrera.

Debo confesar que nunca se fue la mancha que dejó La Mocha en el capó. Vendimos el coche con ella. El capó del DKW llevaba el sello imborrable de La Mocha.


                                                                                                                         Gely

viernes, 16 de enero de 2015

DOÑA ROSITA

Estimados:  Ya tengo varios colaboradores en este blog de relatos. ¿Tal vez habría que llamarlos "Columnistas"? No sé, pero no importa el nombre.  En cambio sí,  que me llegó el segundo aporte de Inés  Aguirre con la historia de su abuela. A mi me pareció muy tierna la manera en que va desarrollando el relato, ya que siempre lo hace a través de la mirada de una niña. 
¡¡ Muchas Gracias!!!

 II. LA ABUELIDAD DE MI ABUELA

Siempre me sentí muy cercana a mi abuela. Esto es curioso si considero qué poco tiempo pasábamos juntas en realidad. Supongo que la intensidad compensaba la cantidad.
Desde muy chica, en algunas ocasiones, mis padres me dejaban con ella. Muchas veces me quedaba a dormir una noche y ocasionalmente varios días cuando ellos salían de viaje. Entonces, para mí, ¡empezaba la fiesta!
Mi abuela me transformaba en su princesa y me dedicaba toda su atención. A ella le gustaba mucho pasear y verdaderamente disfrutaba llevarme con ella y mostrarse con su nieta.
 Recuerdo cómo disfrutaba yo el verla arreglarse. Tenía su personalidad hasta en el vestir: era toda una ceremonia que podía llevarle fácilmente dos horas. Nunca  salía de mañana, siempre por la tarde después de comer. Se ponía con parsimonia una prenda sobre otra: parece que estoy viendo los enormes corpiños con breteles de cinta de raso que ella misma les cosía, luego la faja con cientos de tiras que ella ajustaba una por una, las medias de seda con ligas, la fina combinación y finalmente su habitual blusa blanca de cuello de volados con el jumper de lana en invierno, o el vestido de lino en verano. Tenía pocas prendas y todas muy similares, los colores, siempre azul, blanco y celeste, como si hubiese elegido una especie de uniforme que le sentaba y se apegaba a él. A veces se hacía un gracioso moñito en el cuello con una cinta roja de terciopelo, o se ponía un ancho cinturón también rojo que le marcaba la esbelta cintura, únicos detalles de color en su paleta azul celeste. Tenía un solo par de zapatos de tacón,  negro de invierno y otro blanco de verano, eso sí, de los más finos de Buenos Aires, al igual que la cartera haciendo juego. El tapado, azul,  de Marilú o un fino saquito de hilo para el verano. Usaba guantes blancos tanto en invierno como en verano. Pocas alhajas, todas de oro: unos aritos que le había regalado un alumno que nunca se sacaba, varias pulseras argolla y algunos anillos que yo secretamente envidiaba, especialmente uno del que me enamoré y que le hice prometer que sería para mí. Hoy lo llevo como talismán cuando viajo, de alguna manera tenerlo conmigo me hace sentir que ella me protege. Cosas que ni yo misma puedo explicar.
El cabello, escaso y gris con algunas finas hebras blancas (color que milagrosamente conservó hasta su muerte) se lo peinaba en un rodete que sujetaba con muchas horquillas  que, de todos modos, no lograban cumplir su función ya que siempre andaba toda “desmechada” y nadie hubiera sospechado nunca que se había estado peinando durante largo rato.
Capítulo aparte era la cuestión del maquillaje: se pintaba con colorete bastante fuerte los pómulos y con rosa subido los labios sin respetar los límites de los mismos: el resultado era bastante curioso. Las uñas de los pies y las manos, pintadas siempre de rosa. Cualquier otra persona que tuviese esas manos y esos pies se hubiese dejado llevar por el sentido común que le aconsejaría no llamar la atención sobre los mismos. Pero no mi abuela. Los dedos de las manos eran enormes y artríticos y los de los pies, ¡ay, dios mío!, una enciclopedia de deformidades…
El interior de su cartera era un ejemplo de practicidad y orden. No usaba billetera: se tomaba el trabajo de clasificar los billetes, luego los  doblaba al medio y los ataba con una gomita. En esa clasificación quedaban fuera los billetes “viejos” y los rotos, los cuales guardaba para las propinas y, si eran los de más valor, los ponía adelante para sacárselos de encima rápido. En un monederito aparte llevaba las monedas. Las llaves, las ataba con una cinta de raso celeste de modo que quedasen separadas las de las diferentes puertas del departamento.
Terminada la complicada ceremonia del vestuario, me tomaba de la mano y salíamos a la aventura.
 Íbamos al cine y luego a tomar el té , generalmente a la confitería Ideal. La mesa se llenaba de masas y tostados y yo me sentía una reina cuando los mozos de impecable traje y moñito nos atendían con deferencia. Otras veces en vez del té, era cena en El Palacio de la Papa Frita, mi preferido. Aún veo ante mí esa fuente inmensa de papas fritas soufflé ¡que me comía prácticamente yo sola! De regreso a su casa, era paso obligado el kiosco de revistas: ¡dale abue, comprame la Susie! Y ella accedía y me compraba todas las que había. Yo no veía la hora de llegar al departamento para ponerme a leer esas revistas que llenaban mis sueños de romances y aventuras….
Si por alguna razón no salíamos, entonces la fiesta era en casa. Yo transformaba ese departamentito en mi reino y ella me dejaba hacer: disfrazarme con sus cosas, revolverle los cajones para ver qué encontraba, hacer tiendas de indios con su cama, en fin, todo lo que mi imaginación daba y mucho más. Por supuesto también  el desayuno en la cama, el almuerzo y cena  a pedido y  las golosinas que nunca faltaban.
Para entretenerme, también mi abuela me contaba cuentos e historias, algunas reales, otras no tanto. Había sido “maestra de varones” como decía siempre con orgullo, y muchas veces  me contaba anécdotas de aquellos años de docencia. Siempre estaba hablando, siempre contando algo o haciendo algún comentario sobre alguien. Era un poco criticona también y me hacía reír con sus ocurrencias.
Una vez me llevó de vacaciones a Mar del Plata, ciudad que amaba porque supongo que le recordaba otros tiempos en los que iba con su esposo. Nos alojamos en el Hotel  “de los marinos”, un hermoso edificio que conservaba el aire solemne de otros años. Tengo entrañables recuerdos de ese viaje: el desayuno y la cena en un comedor magnífico con mozos de saco y moñito que nos atendían como reinas, la exquisita sopa de verduras que constituía siempre el primer plato, las meriendas de leche con vainillas en La Martona y los infaltables alfajores Havanna, el viaje en tren, los paseos por la rambla…
Y pasaron los años, y crecí. Y siempre seguí visitando a mi abuela, devolviendo como podía con mi egoísta y breve presencia de adulto, tanto amor y tanta dedicación recibidos. Pero ésa, ya es otra historia.
Continuará…                                                    
                       Inés Aguirre.

miércoles, 14 de enero de 2015

DE BUENOS AIRES A ARGELIA - (1ra. parte)

Horacio Navarro, quién ya publicó en este blog el relato: 
http://relatosimprevistos.blogspot.com.ar/2015/01/argelia-desierto-del-sahara.html
 Envía nuevamente como colaboración,  la historia detallada de como llegó a trabajar y vivir en "El desierto del Sahara".  Esta parte la  va a desarrollar en capítulos para que podamos seguirla mejor. Para ello rescató  una fotos que tienen 42 años. Gracias!!!
 
El de arriba de todo soy yo (Horacio muy jovencito), el del medio el camello y el de abajo un Tuareg.
Este relato, es temporalmente anterior al de “ARGELIA, desierto del Sahara”, en especial porque aquí fue donde comenzó a correr el año 1973 y, al igual que en el relato anterior, yo también corría pero por el aeropuerto, o sino perdía el vuelo con el cual iba a comenzar mi viaje al continente africano. El itinerario era salir de Argentina, escala en Francia para cambio de avión y final en Argelia.

En el pre-embarque, me avisan que los aeropuertos de Europa, estaban afectados por una huelga general de controladores aéreos así que era muy probable que el vuelo desviara a Londres si no podía hacerlo en París para la combinación a Argelia, lo que me hizo dar una carrerita corta, pero esta vez de alegría (¿será por tanta carrera que ahora vivo cansado y sin ganas de hacer nada?). La compañía para la cual trabajaba, había coordinado todo para que alguien, con un primoroso cartelito con mi nombre, me esperara en el aeropuerto en Argel capital y, luego de pasar la noche allí, me ayudaría a tomar, al otro día, el vuelo a Hassi Messaud** , que se encuentra a unos 1000 Kms de Argel capital, en pleno Sahara.
Mis padres, hermanos, tías y abuelos habían venido a despedirme, todos muy contentos por el futuro que yo tenía por delante y en especial por los miles de kilómetros que ellos iban a tener por delante separándonos. De esto último me enteré después.
Ante la posibilidad del cambio de itinerario y como la compañía tenía oficinas en Londres, le pedí a mi padre que avisara en la empresa sobre esta contingencia para que, en caso de darse, me esperara alguien en el destino alterno. Por supuesto no había ninguna razón por la cual el efecto “teléfono descompuesto” no se cumpliera también en estas circunstancias, y, lo que quedó entendido para el resto del mundo excepto para el piloto y para mí, es que no iba a Paris, sino a Londres.
El vuelo partió y aterrizó en Francia sin inconvenientes. Averigüé por mi vuelo a Argel y me dijeron que iba a salir pero con unas horas de retraso. El aeropuerto se encontraba prácticamente vacío, así que aproveche a caminarlo por horas, observando todo con curiosidad y asombro como si lo viera por primera, y ciertamente, era mi primer vuelo internacional. Pero lo que conmovió mis fibras de técnico en electrónica recién egresado, fue cuando ví, en un anaquel de lustrosa madera forrada de Terciopelo azul, una primorosa cajita también de madera y forrada de Terciopelo rojo, con lustrosos bronces de adorno y, en su interior, una calculadora con display de LEDs que, aunque no lo crean, sumaba, restaba, multiplicaba, dividía y juro que hasta sacaba raíz cuadrada!!!. Quien sería el afortunado que podía pagar los 400 dólares que costaba esa maravilla de la tecnología.
Estaba aún imaginando a mis dedos deslizándose sobre el delicado teclado digitando números, cuando avisan por los parlantes del embarque de mi vuelo, el cual venía haciendo escala en Paris antes de Argel y al cual abordamos, no recuerdo bien, si cuatro o cinco personas. Previo a lo que sigue, quiero hacer una pequeña composición de lugar sobre quien era yo: muchacho (en ese entonces) argentino, de la capital, sin problemas raciales, solo porque en Argentina existían prácticamente todas las razas y muchas europeas, viajando como era costumbre en ese tiempo, de traje y corbata. Sumo a esto mi completa ignorancia de los países árabes, solo mitigada por las películas sobre el norte de Africa tipo “Casablanca”, “Lawrence de Arabia”, “Rommel, el zorro del desierto”, “El Secreto del Sahara”, etc...
Continuo. Al entrar al avión y dirigirme a mi asiento, quedé casi petrificado ante la visión de un sin fin de trigueños árabes con turbantes y túnicas y sentí la seguridad interior que, en un secreto acuerdo, estaban mirándome y repartiéndose que parte de mi cuerpo iba a cortar cada uno, sin siquiera imaginarme que ellos, en realidad, me miraban sospechosos de que el occidental loco, y ridículamente vestido, llevara una bomba y los hiciera volar en pedazos. No tengo dudas que me salvó la orden del comisario de abordo, dicha en árabe primero y francés después, de “prohibido matar al extranjero”, que según pude entender más adelante, en realidad fue “ocupar sus asientos y ajustarse el cinturón de seguridad para el despegue”, lo que me da lo mismo ya que en ese momento, yo me sentí a salvo y ocupé mi lugar debajo del asiento, al igual que hicieron todos ellos, a excepción del piloto y copiloto porque los sacó la azafata.

Aeropuerto de Argel. Se alcanza a divisar una mujer con el Hiyab Blanco
Un corto viaje hasta Argel, desentumecimientos de músculos general, consecuencia de viajar debajo del asiento, alegría de la azafata porque ninguno la molestó pidiéndole cosas desde allá abajo, pasar por migraciones y aduana en las condiciones ya contadas en el relato anterior pero sin mate, y la relajante entrada autorizada, al territorio Argelino.

Hassi Massaud en 1973
Calle de La Casbah con el Minarete coronando el punto más alto
**Hassi Messaoud significa “pozo de agua de Messaud”

lunes, 12 de enero de 2015

DOÑA ROSITA. GENIO Y FIGURA.

Hoy tenemos la colaboración de una relatora muy interesante. Se trata de Inés Aguirre, hija del gran Poeta Argentino Raúl Gustavo Aguirre. 


Raúl Gustavo Aguirre
(1927 - 1983)
es.wikipedia.org/wiki/Raúl_Gustavo_Aguirre

El relato de Inés me pareció encantador y ojalá lo continúe pues es solo una parte de la vida de Doña Rosita.
Gracias Inés por colaborar en este blog dedicado a los relatos!!
     
Va el relato:

DOÑA ROSITA 
I. GENIO Y FIGURA

Todavía me parece verla, preparándose para llevarme a pasear,  parada frente al espejo del diminuto baño, acomodándose con los enormes dedos artríticos las mechas sueltas del pelo grisáceo que se escapaban del  rodetito de la nuca, pintándose exageradamente con un rosa fuerte los labios y los pómulos.
 Los ojos pequeños y vivaces contrastaban con una enorme nariz aguileña. Delgada, de mediana estatura, siempre elegantemente vestida, podría decirse que el conjunto resultaba una caricatura, sí, es posible, así era Doña Rosita, una tierna e inolvidable caricatura familiar.
En realidad se llamaba Inés Rosa Lydia, su familia  le decía “doña Inés”, los nietos  “abuelita Inés”, pero alguien con mucho sentido del humor la empezó a llamar Doña Rosita porque era todo un personaje y para mí ese nombre le calzaba a la perfección.
 Era mi abuela paterna y se podría decir  que el simple hecho de que diera a luz a un gran poeta  la hizo importante. No es que ella se sintiera así, todo lo contrario, creo que para ella tener un hijo poeta era lo más natural del mundo. Así tomaba todo en la vida, con una naturalidad casi pasmosa.
De carácter difícil, era imposible hacerla cambiar de opinión ni que accediera a hacer lo que no quería.  Tantos años de vivir sola habían acentuado esa tendencia y eran pocas las personas a las cuales no irritaba. Por otro lado, era una persona sumamente alegre y generosa, siempre dispuesta al regalo.  Nunca, mientras pudo, se fijaba en gastos, tanto para ella como para sus seres queridos, siempre daba lo mejor.
Doña Rosita vivía en un diminuto departamento de dos ambientes en el centro, en la Avenida Corrientes y Maipú, un hermoso edificio que supo tener épocas mejores, escaleras de mármol, ascensores con rejas trabajadas, pisos de baldosas decoradas, molduras, en fin, cosas de otra época. Ya para los años en que yo la visitaba, casi no había gente viviendo en él, la mayoría eran oficinas, por lo cual mi abuela se quedaba prácticamente sola en ese inmenso edificio los fines de semana. El departamento era interno, las pocas ventanas daban a patios oscuros y no dejaban ver más que un ínfimo pedacito de cielo. Allí siempre era invierno, siempre de noche. Cocinaba en una pequeña cocina eléctrica y se movía alegre en ese metro cuadrado con la puerta   siempre abierta (la cocina tenía entrada independiente) pese a los ruegos de mi padre quien temía por su seguridad.  Igual no hacía caso, ése era todo su contacto con el mundo exterior los días en que permanecía en casa.
 La soledad no parecía pesarle, pero tenía un secreto: se había inventado una novela que parecía sacada de la radio con unos vecinos imaginarios en el piso de arriba. Este tema era siempre motivo de bromas familiares y también de discusiones ya que algunos opinaban que había que sacarla de su error y otros, como mi padre, sabían que esas historias la ayudaban a no sentirse tan sola. Casi podría decirse que esa novela era su razón diaria de vivir y le daba argumentos para contar esa extraña historia a quien quisiera escucharla. Claro, no lo dije, a mi abuela le encantaba hablar, tanto que también hablaba sola!
La historia que siempre contaba, con algunas variantes y aditamentos según sus años avanzaban,  era la siguiente: en el piso de arriba vivía una pareja con un hijo retardado, el padre estaba siempre borracho,  por la noche venía gente,  se armaba la timba, al pobre chico nunca lo sacaban. Lo increíble es que según como contaba la historia, parecía que ella veía y escuchaba a través de las paredes, tal era la cantidad de detalles que daba. –Vieja, ¿tenés el techo de cristal? –bromeaba mi padre.
Lo que mas la obsesionaba era que, decía ella, por la noche se la pasaban “tirando de la cadena” porque “estaban siempre descompuestos”, y eso le impedía dormir por los ruidos molestos. La realidad era que el departamento de arriba estaba desocupado, había estado ocupado una vez por una familia y al parecer mi abuela se había quedado en el tiempo, como si los años no pasaran ni para ella ni para los vecinos. Era inútil que el portero le dijera eso hasta el cansancio, ella decía que estaba “confabulado”. Se ofendía terriblemente cuando alguien osaba ponerla frente a esa verdad. Con el tiempo, todos la dejamos seguir con esta historia, total, no hacía mal a nadie y le daba motivos para entretenerse. Recuerdo que con el palo de la escoba golpeaba el techo “para hacerlos callar”: de pronto se ponía un dedo en la boca como para que yo hiciera silencio y me decía: “ves, ahí están jugando otra vez”, o “le están pegando al pobre chico, habría que llevarlos presos” y otras cosas por el estilo. Yo asentía y me reía mucho para mis adentros: ¡qué chiflada está mi abuelita, pensaba, pero cuanto la quiero!
Además de este curioso folletín, otras cosas mundanas interesaban visceralmente a mi abuela: la política y el fútbol.
Antiperonista acérrima, bastaba nombrarle al “general” para recibir una interminable retahíla de insultos, sermones y otras yerbas. A tal punto era su disgusto con este tema, que lo primero que preguntaba al conocer a una persona era: ”¿Ud no será peronacho no?” Escuchaba la radio todo el día, principalmente Radio Colonia. Si todavía me parece escuchar el consabido estribillo del noticiero “las últimas noticias para este boletín”…
El fútbol, su otra pasión. No se perdía la transmisión de un partido de River ni programa deportivo de la radio y en esos años, era fanática de un tal “Ramoncito Diaz”: vas a ver, me decía, ese muchacho promete. Sabía tanto que podía discutir en pie de igualdad con cualquier hombre con quien hablara de fútbol.
La televisión casi no le interesaba, recién tuvo una cuando yo era adolescente y lo curioso era que compartíamos el gusto por las novelas de Alberto Migré. Si hasta estaba enamoradísima de Arnaldo André, famoso actor de telenovelas de los años 70, tanto que me llevó al teatro a verlo y guardaba una foto arrancada de una revista en un cajón de su mesa de luz. Parecía una adolescente como yo: “ese paraguayito es divino”, decía.
Así vivía Doña Rosita, una solitaria a la que la soledad no alcanzaba, tanta vida interior creaba mucha vida exterior. Siempre alegre, siempre vital, jamás la ví enferma, jamás la oí hablar de vejez o de muerte, parecía vivir una juventud eterna.


Continuará….

miércoles, 7 de enero de 2015

Roberto Sanchez, Sandro.

Hace unos días se cumplió un aniversario más de la muerte de un popular cantante argentino llamado Roberto Sanchez. “Sandro” era su nombre artístico. Un personaje muy querido. Por eso me acordé de esta pequeña historia que me la contó una amiga,  para que yo la escriba. Espero que haya quedado lo más parecido a su relato original.

Me llamo Laura y pregunto:
- ¿Quién no tuvo un ídolo cuando fue adolescente?
- Estela, mi hermana menor,  lo tenía.
Yo le llevo 4 años y  ella tenía alrededor de  14 años,  cuando sucedió lo que paso a contar:
Estábamos fines de la década de los 60 aproximadamente. No recuerdo  la fecha justa. Pero había un cantante muy popular llamado Sandro, que trastornaba a  mujeres de todas las edades. En ese entonces él, estaba en su plenitud. A mi particularmente no me movía ni un pelo, pero a Estela la enloquecía. El era muy atractivo y lo llamaban “El Gitano”, pues tenía un aire de ese tipo. Debo aclarar que cuando fui mayor, Sandro me empezó a gustar y me gusta hasta hoy en día.

Volviendo a la historia, Estela comenzó a escribirle cartas. Pasaba días redactando, corrigiendo el texto, viendo en que tipo de sobre la iba a enviar. Cuando finalmente daba por terminada la carta, se dirigía al correo. No estaba cerca, había que caminar unas 15 largas cuadras hasta llegar a él. Entonces compraba la estampilla y  despachaba su adorada carta. Para mi era un misterio cómo había conseguido la dirección de la casa de Sandro.
Luego seguía la agonía de la espera. Todos los días perseguía al cartero para ver si por distraído, no se le había pasado la dirección de nuestra casa. Pero no, era que  Sandro no contestaba.
Yo la cargaba y con bastante crueldad, le decía:
 Pero vos estás loca si pensás que te va a contestar…
Como se tenía mucha fe,  me respondía:
 Sí. ¡Me va a contestar!
Este devenir duró como un año y medio. Enviaba la carta y esperaba… Luego otra y volvía a esperar. La respuesta jamás llegó.

Finalmente un día decidió que iba a ir personalmente a la casa de él, en Banfield. Golpearía su puerta y Sandro en persona la atendería.
Yo en el tren de seguirle la corriente, le preguntaba:
 ¿Y qué le vas a decir cuándo salga?
 ¿Porqué, nunca contestó mis cartas?  Eso le voy a decir.
 Pero es que no te responde a vos y a ninguna de sus miles de admiradoras  le decía.
 No podes comparar,  lo mío es distinto. ¡Yo lo amo!
 ¿No entendés que todas sus Fans lo aman? Anotate al club de admiradoras…
 No. ¡Eso no!  Yo no quiero ser una más del montón. Voy a hablar personalmente con él.

¿Cómo logró convencerme? No sé, pero la acompañé ya que ella era muy chica para hacer sola semejante viaje. Vivíamos en el oeste del conurbano y hasta Banfield era un tirón con dos  trenes y colectivos.
Salimos temprano con una excusa.  Algo como  “que pasaríamos el día en casa de una prima…”
Llegamos. La casa de Sandro era muy grande y la rodeada  un alto muro. Tenía una entrada principal, donde ya había varias mujeres jóvenes gritando:
 ¡¡Sandro!!... ¡¡Vení!!… Tus nenas te quieren ver…



Mientras esperábamos yo entablé conversación con un señor, quién me contó que él venía una vez por mes a acompañar a su mujer, fanática total del ídolo.
Pregunté:  ¿Y suele salir a saludar a las fans?
 Depende  me respondió  A veces sale al balconcito ese ¿Ve? Saluda unos minutos y luego entra. Pero hay veces que ni aparece.
 ¿Y entonces que hacen?
 Nada. Lo llaman a los gritos,  pegan carteles en las paredes, le dejan cartas y luego se van. El barrio ya está acostumbrado…


Esperamos casi dos horas… Cuando Estela se convenció que Sandro no iba a salir, me dijo:
 Bueno, volvamos a casa.
Durante el viaje de vuelta no dijo una sola palabra, pero yo le veía una inmensa tristeza en la mirada. A partir de ese día nunca más lo volvió a mencionar.

Un saludo.
 Laura.

domingo, 4 de enero de 2015

ARGELIA, Desierto del Sahara.

Amigos!! 
LLegó la primera colaboración a "Relatos imprevistos y algo más". Se trata de un queridísimo amigo, Horacio Navarro. Fuimos compañeros de estudios. Es ingeniero especializado en Petróleo y trabajó en los lugares más insólitos, así que tiene cantidad de anécdotas para contarnos. 
Muchas Gracias Horacio!!!


Corría el año 1973 y yo me encontraba  en Argelia en al Oasis Hassi Messaud, en medio del desierto del Sahara, tratando de correr más que el año para evitar tener el mismo destino que Lawrence de Arabia, debido a la ya conocida tendencia de estos muchachos Tuareg, que viven yirando por el desierto sin más compañía que la del dromedario o camello de una joroba.
Como acotación aparte, confieso que nunca pude averiguar si el origen del Camello fue un Dromedario montado aún fresco por un jeque muy obeso, o una variedad natural del Camelusdromedarius.
Continuando con la historia, cabe aclarar primero, que me encontraba en Argelia trabajando para una compañía petrolera. En ese momento, una pareja amiga y vecina del barrio, se encontraba en Alemania y ya casi por finalizar con una beca que la Comisión de Energía Atómica, le había otorgado a Freddy. Como ellos sabían que yo trabajaba con un régimen de 42 días por 21 de descanso en algún lugar de Europa a elección, me propusieron el encontrarme con ellos en Alemania antes de que partieran de vuelta a Argentina. Coincidía que mi franco iba a ser unos días antes de la fecha de partida de ellos, así que no dudé en aceptar sin preocuparme por el idioma ya que gracias a mi dominio del alemán, no iba a presentar un obstáculo el desplazarme por ese país. Quiero dejar como consejo dictado por la experiencia, que si viajan a Alemania y su dominio del idioma es el saber decir “Oktoberfest, Claudia Schiffer, Achtung, Kaputt y Escarabajo”, como yo, no les va a servir absolutamente de nada, como a mí, a menos que un argentino los espere en el aeropuerto, como a mí, sin contar el duro golpe que significa el darse cuenta que no se lo dominaba y que encima la palabra escarabajo no pertenece a ese idioma.
Luego de pasar unos muy agradables días compartiendo juntos varias experiencias para ser contadas en otra oportunidad, llegó el momento de la despedida. Como ellos lo iban a poder reponer sin inconvenientes en Argentina, me ofrecieron si quería quedarme con el mate, la bombilla y un paquete de yerba que les había sobrado. Por supuesto que acepté inmediatamente y, luego de  pasar el resto de mi franco en España en la cual también tenía que renovar mi visa de entrada como trabajador petrolero, emprendí mi regreso a Argelia.
La tendencia política de Argelia en ese momento, era una mezcla de comunismo con socialismo y Coca Cola, en la cual al hacer migraciones, había que declarar con extremo detalle, hasta cuantas monedas y billetes de cada valor se ingresaban al país los cuales había que mostrar al salir justificando, con un papel, igualmente detallado, otorgado por alguna institución de cambio OFICIAL, si había diferencia en las cantidades y valores.
Al haber ya ingresado un par de veces anteriormente, no tuve inconvenientes con todos estos prolegómenos y todo fue muy bien hasta que el inspector de aduana “exigió” revisar mi valija. Los inspectores de aduana eran militares y con cara de muy pocos amigos o más bien de coleccionistas de enemigos. El que me tocó en suerte, comenzó a rebuscar en mi equipaje sin cambiar su expresión, hasta que encontró el paquete donde estaba la yerba, el mate y la bombilla. La visión del interior del paquete de yerba, sí hizo que cambiara la expresión de su rostro por una que me hizo verme ya, en una diminuta, oscura y húmeda celda de la Cabilia, rodeado de ratas.
Entre el ensordecedor ruido que producían  mis rodillas al temblar, logré escuchar y “entender” que me preguntaba, en francés, que era eso. Mi conocimiento del francés era mejor que el del alemán, sabia decir “Citroen 3CV, Renault, Brigitte Bardot, Oui, A la pipetuá, Maurice Chevalier y Alain Delon”, pero igualmente no me alcanzaba para tratar de explicar que eran esas cosas que traía, en francés y menos en árabe.

En medio de mi desesperación y como yo tardaba en responderle, el inspector tomó mi pasaporte, lo abrió en la página de la visa y, cambiando su expresión por una que me pareció, si no recuerdo mal, la de mi mamá cuando yo nací, me dijo “Ah, trabaja en el petróleo, puede pasar”.  Hasta el día de hoy no se para que pensó que eran esos elementos, lo más que me aproximo a imaginar, es a que creyó que el petróleo lo sacábamos chupándolo del pozo con la bombilla. Es una de las tantas cosas que jamás vamos a saber la respuesta y en realidad, importa cuál es?

sábado, 3 de enero de 2015

El encanto de viajar (2008)

Regina y Gustavo viajaban mucho. Les encantaba. En coche, en tren, en avión… les gustaba de cualquier manera, el tema era viajar.

Recorrían muchísimos lugares, siempre juntos. Sobre todo,  ciudades y pueblos de  América Latina. Interactuaban con sus gentes,  sus costumbres,  tradiciones, las   comidas... Conversaban con los habitantes de cada territorio,  escuchaban sus problemáticas. En cada nuevo viaje volvían a comprobar  una vez más, que el “lugar mágico en el cual todo fuese paz y tranquilidad”, no existía. Hasta aquel que vivía solitario en medio de una montaña, padecía  adversidades.

 En estos viajes,  así sin un rumbo  muy fijo,  Regina había conocido algo parecido a  la felicidad, o por lo menos algunos de los momentos más felices de su vida y también de mayor plenitud. Los podía poner en plural,  ya  que había sucedido varias veces.

A Regina le gustaba andar, pero   tenía muchísimo temor a las rutas con sus accidentes,  a los lugares muy pobres, a los tumultos de gente… en fin, era terriblemente miedosa.
Por eso antes de iniciar un nuevo viaje,  entraba en una especie de pánico.  Para vencerlo se veía forzada a  emprender una lucha  muy ardua  consigo misma. ¡Tratar de superarse!  Se decía a si misma que si debía  morir durante uno de estos paseos,  ya sea por accidente en una ruta o porque cayera de un precipicio, estaría muriendo en su propia ley. Quiera o no,  este pensamiento le ayudaba.

Gustavo que no ignoraba esta angustia y temor, trataba de ayudarla. Estaba  convencido por  experiencia, que finalmente ella, terminaría disfrutando muchísimo esas aventuras.
Sabía que  le  encantaba ir escuchando música mientras el coche devoraba kilómetros y kilómetros de ruta. Por otro lado, era el único momento en que ambos  prestaban  total atención  a las letras de las canciones, a lo que quería decir el autor. Por eso, semanas antes de iniciar uno de estos viajes,  Gustavo comenzaba a seleccionar música y a grabarla.  Le dedicaba mucho tiempo a esa tarea y la hacía con verdadero esmero.

Y era ahí,  cuando iban juntos por las rutas escuchando  música,  conversando sobre que había intentado expresar el autor, filosofando sobre la vida... tomando mate, mirando el paisaje....Era,  cuando Regina sentía que la felicidad  podía ser posible!! Sentía que había vencido al miedo…

Eran momentos  inigualables,  de plenitud total.  Regina no necesitaba más que eso: Su compañero de vida,  al que en ese instante sentía cuanto lo  quería... y el contexto que los rodeaba. Para  ella,  eso tan simple, era la felicidad.

 Más de  una vez, Regina quiso decirle a Gustavo lo feliz que se sentía, como disfrutaba  esos  momentos  que  él producía especialmente para ella y manifestarle con palabras su agradecimiento. Pero nunca lo hizo. Nunca se atrevió a romper la magia de esos instantes... aunque  tampoco hacía falta, simplemente porque ambos sabían que era así.