Este
es un relato de un viaje hecho por Laura y Marcos hace muchos años, donde aún no había teléfonos
celulares, los caminos eran de tierra consolidada, por lo cual hay que ubicarse
en esa época para leerlo. La que narra es Laura. Gracias por el aporte!
─ No sé que pensar, mirá cómo llueve. Es un diluvio y hace horas que llueve
de esta forma. Creo que así no podemos viajar por la montaña ─ dijo Marcos
mientras cerraba la
puerta balcón de la hostería de
Cafayate, donde habíamos pasado la noche.
A mí también me daba temor manejar
por la alta montaña en medio de semejante lluvia y niebla. Pero qué remedio
quedaba, le habíamos dicho a Julio que nos esperara en la Terminal de Tafí del
Valle, donde lo recogeríamos para hacer otro tramo de este viaje en su compañía.
No podíamos dejarlo plantado. Eso sí, iríamos bien despacio, tratando de evitar
que las ruedas patinaran en el barro, no
sea cosa que termináramos en medio de un precipicio.
Por esa misma ruta circulaban Buses
que iban o venían de Cafayate. También
coches con pasajeros como nosotros y camiones.
Sin embargo, a pesar del peligro y de la desconfianza que yo
sentía, la lluvia me atraía como un imán, así que le dije a Marcos:
─ Vayamos igual, seguro que en un rato
la lluvia para y sale el sol. Solo es una tormenta de verano.
Cuando comenzamos a subir por la quebrada,
no se veía absolutamente nada. Dentro del coche, se empañaban los vidrios con
nuestros alientos. La lluvia arreciaba en las laderas de la montaña. El
automóvil se deslizaba muy despacio entre charcos y barro.
De tan nerviosa que
estaba, me puse a cebar mate. Le ofrecí uno
a Marcos y me miró como si estuviese
loca. Me tomé todo el termo yo sola.
El desempañador no alcanzaba y la
lluvia era tan intensa que no se veía a un metro del capó. Ibamos a tener que
parar, no quedaba otra alternativa. Pero no había ningún refugio. Si llegara a venir
un micro de frente o por atrás ¿Nos vería? La situación era desesperante.
De pronto sin necesidad de tener que
decidir nada, el coche se quedó atascado en una huella de barro. Ahora sí que estábamos
empantanados. Empecé a temblar de susto y
frío. Marcos me dijo que debíamos bajar,
quedarnos adentro podría ser altamente peligroso.
Tomé
la cartera, cerré el cuello de mi
campera y abrí la puerta. Solo en ese momento noté que el coche, de mi lado,
estaba al borde del precipicio. Comencé a gritar.
Marcos trató de calmarme y me indicó que volviera a cerrar
la puerta despacio.
- No te muevas o hacelo muy
lentamente, tenemos que hacer que el coche no se sacuda.
Puso el freno de mano pero igualmente el auto
se deslizaba algo.
En ese instante pensé en el final y este iba a ser terminar desbarrancada
por un precipicio a causa de una lluvia salvaje.
Nos quedamos los dos en silencio, apenas respirábamos por miedo a provocar cualquier movimiento. Entonces Marcos abrió su
puerta muy lentamente y bajó despacio en medio del barro. Por lo menos de su
lado no había precipicio. Seguía la lluvia, el cielo estaba negro, encapotado.
Parecía de noche y tan solo eran las 10 de la mañana, pero casi no se veía. Instantáneamente el viento
se coló dentro del vehículo.
Marcos desde afuera, me tendió la
mano y me indicó que me deslizara suavemente, así me guió hasta alcanzar el exterior.
Cuando cerró la puerta del coche, el
movimiento lo balanceó y con estrepitoso ruido vimos desaparecer nuestro auto
por el barranco.
Quedamos átonitos, helados…
¡Nos habíamos salvado solo por una
fracción de segundo!
Mi angustia y terror eran tan grandes que comencé a llorar a los gritos.
─
Por favor no llores ─ me pidió Marcos.
Debemos salir inmediatamente del camino, corremos peligro de que algún otro coche
nos lleve por delante. No se ve nada.
Caminamos
penosamente bajo el intenso aguacero durante un tiempo que nos pareció
interminable, empapados, embarrados. En un momento encontramos un angosto sendero.
No teníamos idea adonde nos conduciría,
pero el solo hecho de salir de la ruta nos alentó a seguirlo.
Al
rato nos sentíamos aliviados. Ahí ya no podían pasar camiones ni micros, solo
personas. Pensé en todo lo que había quedado en el baúl del coche y que perdimos.
Los regalos que fuimos comprando durante
el recorrido que veníamos haciendo, la
ropa, las cosas de camping… el coche mismo.
Pero estábamos vivos. ¡Estábamos vivos! ¡¡Que alegría!!
Después
de caminar por un buen rato, encontramos un ranchito. Golpeamos las manos y asomó un paisano. Al ver nuestro
calamitoso estado, sin preguntarnos nada, nos hizo entrar y sentarnos al calor
del fuego de un gran brasero. Todo el rancho era un único ambiente con paredes
de adobe y techo de paja. La familia, tomaba
mate y varios niños, sentados alrededor
del fuego, se mostraban tímidos. Nos sirvieron mate cocido y tortas fritas. Fue
la comida más rica que probé en mi vida.
Marcos
y yo empezamos a estar contentos, casi felices y nos reíamos tanto que los niños se contagiaban y reían ellos
también. Yo buscaba dentro de mi cartera para ver si tenía caramelos o algo para los niños,
pero solo tenía un paquete de pastillas mentoliptus. Las probaron y las caras
que ponían eran tan cómicas que no
parábamos de reír. Generosos, nos brindaron todo, de lo poco que
tenían.
Luego
de unas horas paró la lluvia. Nos despedimos de nuestros nuevos amigos con la
promesa de volver y retribuir de alguna manera tanta solidaridad.
Don
Anselmo, nos acompañó un trecho para guiarnos hasta el próximo pueblo, donde
había un teléfono. Allí podríamos conseguir ayuda. Pero esa es otra historia
que algún día contaré.
Laura
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