jueves, 12 de febrero de 2015

Lluvia.

Este es un relato de un viaje hecho por Laura y Marcos hace muchos años, donde aún no había teléfonos celulares, los caminos eran de tierra consolidada, por lo cual hay que ubicarse en esa época para leerlo. La que narra es Laura. Gracias por el aporte!

No sé que pensar, mirá  cómo llueve. Es un diluvio y hace horas que llueve de esta forma.  Creo que así  no podemos viajar por la montaña   dijo Marcos mientras cerraba la puerta balcón  de la hostería de Cafayate, donde habíamos pasado la noche.
A mí también me daba temor manejar por la alta montaña en medio de semejante lluvia y niebla. Pero qué remedio quedaba, le habíamos dicho a Julio que nos esperara en la Terminal de Tafí del Valle, donde lo recogeríamos para hacer otro tramo de este viaje en su compañía. No podíamos dejarlo plantado. Eso sí, iríamos bien despacio, tratando de evitar que las ruedas patinaran en el barro,  no sea cosa que termináramos en medio de un precipicio.

Por esa misma ruta circulaban Buses que iban o venían  de Cafayate. También coches con pasajeros como nosotros y camiones.
Sin embargo,  a pesar del peligro y de la desconfianza que yo sentía, la lluvia me atraía como un imán, así que le dije a Marcos:
Vayamos igual, seguro que en un rato la lluvia para y sale el sol. Solo es una tormenta de verano.

Cuando comenzamos a subir por la quebrada, no se veía absolutamente nada. Dentro del coche, se empañaban los vidrios con nuestros alientos. La lluvia arreciaba en las laderas de la montaña. El automóvil se deslizaba muy despacio entre charcos y barro.
De tan nerviosa que estaba,  me puse a cebar mate. Le ofrecí uno a Marcos y me  miró como si estuviese loca.  Me tomé todo el termo yo sola.
El desempañador no alcanzaba y la lluvia era tan intensa que no se veía a un metro del capó. Ibamos a tener que parar, no quedaba otra alternativa.  Pero  no había ningún refugio. Si llegara a venir un micro de frente o por atrás ¿Nos vería? La situación era  desesperante.
De pronto sin necesidad de tener que decidir nada, el coche se quedó atascado en una huella de barro. Ahora sí que estábamos empantanados. Empecé a temblar de susto  y  frío. Marcos me dijo que debíamos bajar, quedarnos adentro podría ser altamente peligroso.
Tomé  la cartera,  cerré el cuello de mi campera y abrí la puerta. Solo en ese momento noté que el coche, de mi lado, estaba al borde del precipicio. Comencé a gritar.
Marcos trató  de calmarme y me indicó que volviera a cerrar la puerta despacio.
- No te muevas o hacelo muy lentamente,   tenemos que hacer que el coche no se sacuda.
 Puso el freno de mano pero igualmente el auto se deslizaba algo.
En ese instante pensé en el  final y este iba a ser terminar desbarrancada por un precipicio a causa de una lluvia salvaje.
Nos quedamos los dos en silencio,  apenas respirábamos por miedo a provocar  cualquier movimiento. Entonces Marcos abrió su puerta muy lentamente y bajó despacio en medio del barro. Por lo menos de su lado no había precipicio. Seguía la lluvia, el cielo estaba negro, encapotado. Parecía de noche y tan solo eran las 10 de la mañana, pero  casi no se veía. Instantáneamente el viento se coló dentro del vehículo.
Marcos desde afuera, me tendió la mano y me indicó que me deslizara suavemente, así  me guió hasta alcanzar el exterior.
Cuando cerró la puerta del coche, el movimiento lo balanceó y con estrepitoso ruido vimos desaparecer nuestro auto por el barranco.
Quedamos átonitos, helados…
¡Nos habíamos salvado solo por una fracción de segundo!
Mi angustia y terror eran  tan grandes que comencé a llorar a los gritos.
Por favor no llores me pidió Marcos. Debemos salir inmediatamente del camino, corremos peligro de que algún otro coche nos lleve por delante. No se ve nada.

Caminamos penosamente bajo el intenso aguacero durante un tiempo que nos pareció interminable, empapados, embarrados. En un momento encontramos un angosto sendero. No teníamos idea adonde nos conduciría,  pero el solo hecho de salir de la ruta nos alentó a seguirlo. 
Al rato nos sentíamos aliviados. Ahí ya no podían pasar camiones ni micros, solo personas. Pensé en todo lo que había quedado en el baúl del coche y que perdimos.  Los regalos que fuimos comprando durante el recorrido que veníamos haciendo,  la ropa, las cosas de camping… el coche mismo.  Pero estábamos vivos. ¡Estábamos vivos! ¡¡Que alegría!!

Después de caminar por un buen rato, encontramos un ranchito. Golpeamos  las manos y asomó un paisano. Al ver nuestro calamitoso estado, sin preguntarnos nada, nos hizo entrar y sentarnos al calor del fuego de un gran brasero. Todo el rancho era un único ambiente con paredes de adobe y techo de paja. La familia,  tomaba mate y varios niños,  sentados alrededor del fuego, se mostraban tímidos. Nos sirvieron mate cocido y tortas fritas. Fue la comida más rica que probé en mi vida.
Marcos y yo empezamos a estar contentos, casi felices y nos reíamos tanto que  los niños se contagiaban y reían ellos también. Yo buscaba dentro de mi cartera para ver  si tenía caramelos o algo para los niños, pero solo tenía un paquete de pastillas mentoliptus. Las probaron y las caras que  ponían eran tan cómicas que no parábamos de reír.   Generosos, nos brindaron todo, de lo poco que tenían.
Luego de unas horas paró la lluvia. Nos despedimos de nuestros nuevos amigos con la promesa de volver y retribuir de alguna manera tanta solidaridad.

Don Anselmo, nos acompañó un trecho para guiarnos hasta el próximo pueblo, donde había un teléfono. Allí podríamos conseguir ayuda. Pero esa es otra historia que algún día contaré. 
Laura

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