lunes, 12 de enero de 2015

DOÑA ROSITA. GENIO Y FIGURA.

Hoy tenemos la colaboración de una relatora muy interesante. Se trata de Inés Aguirre, hija del gran Poeta Argentino Raúl Gustavo Aguirre. 


Raúl Gustavo Aguirre
(1927 - 1983)
es.wikipedia.org/wiki/Raúl_Gustavo_Aguirre

El relato de Inés me pareció encantador y ojalá lo continúe pues es solo una parte de la vida de Doña Rosita.
Gracias Inés por colaborar en este blog dedicado a los relatos!!
     
Va el relato:

DOÑA ROSITA 
I. GENIO Y FIGURA

Todavía me parece verla, preparándose para llevarme a pasear,  parada frente al espejo del diminuto baño, acomodándose con los enormes dedos artríticos las mechas sueltas del pelo grisáceo que se escapaban del  rodetito de la nuca, pintándose exageradamente con un rosa fuerte los labios y los pómulos.
 Los ojos pequeños y vivaces contrastaban con una enorme nariz aguileña. Delgada, de mediana estatura, siempre elegantemente vestida, podría decirse que el conjunto resultaba una caricatura, sí, es posible, así era Doña Rosita, una tierna e inolvidable caricatura familiar.
En realidad se llamaba Inés Rosa Lydia, su familia  le decía “doña Inés”, los nietos  “abuelita Inés”, pero alguien con mucho sentido del humor la empezó a llamar Doña Rosita porque era todo un personaje y para mí ese nombre le calzaba a la perfección.
 Era mi abuela paterna y se podría decir  que el simple hecho de que diera a luz a un gran poeta  la hizo importante. No es que ella se sintiera así, todo lo contrario, creo que para ella tener un hijo poeta era lo más natural del mundo. Así tomaba todo en la vida, con una naturalidad casi pasmosa.
De carácter difícil, era imposible hacerla cambiar de opinión ni que accediera a hacer lo que no quería.  Tantos años de vivir sola habían acentuado esa tendencia y eran pocas las personas a las cuales no irritaba. Por otro lado, era una persona sumamente alegre y generosa, siempre dispuesta al regalo.  Nunca, mientras pudo, se fijaba en gastos, tanto para ella como para sus seres queridos, siempre daba lo mejor.
Doña Rosita vivía en un diminuto departamento de dos ambientes en el centro, en la Avenida Corrientes y Maipú, un hermoso edificio que supo tener épocas mejores, escaleras de mármol, ascensores con rejas trabajadas, pisos de baldosas decoradas, molduras, en fin, cosas de otra época. Ya para los años en que yo la visitaba, casi no había gente viviendo en él, la mayoría eran oficinas, por lo cual mi abuela se quedaba prácticamente sola en ese inmenso edificio los fines de semana. El departamento era interno, las pocas ventanas daban a patios oscuros y no dejaban ver más que un ínfimo pedacito de cielo. Allí siempre era invierno, siempre de noche. Cocinaba en una pequeña cocina eléctrica y se movía alegre en ese metro cuadrado con la puerta   siempre abierta (la cocina tenía entrada independiente) pese a los ruegos de mi padre quien temía por su seguridad.  Igual no hacía caso, ése era todo su contacto con el mundo exterior los días en que permanecía en casa.
 La soledad no parecía pesarle, pero tenía un secreto: se había inventado una novela que parecía sacada de la radio con unos vecinos imaginarios en el piso de arriba. Este tema era siempre motivo de bromas familiares y también de discusiones ya que algunos opinaban que había que sacarla de su error y otros, como mi padre, sabían que esas historias la ayudaban a no sentirse tan sola. Casi podría decirse que esa novela era su razón diaria de vivir y le daba argumentos para contar esa extraña historia a quien quisiera escucharla. Claro, no lo dije, a mi abuela le encantaba hablar, tanto que también hablaba sola!
La historia que siempre contaba, con algunas variantes y aditamentos según sus años avanzaban,  era la siguiente: en el piso de arriba vivía una pareja con un hijo retardado, el padre estaba siempre borracho,  por la noche venía gente,  se armaba la timba, al pobre chico nunca lo sacaban. Lo increíble es que según como contaba la historia, parecía que ella veía y escuchaba a través de las paredes, tal era la cantidad de detalles que daba. –Vieja, ¿tenés el techo de cristal? –bromeaba mi padre.
Lo que mas la obsesionaba era que, decía ella, por la noche se la pasaban “tirando de la cadena” porque “estaban siempre descompuestos”, y eso le impedía dormir por los ruidos molestos. La realidad era que el departamento de arriba estaba desocupado, había estado ocupado una vez por una familia y al parecer mi abuela se había quedado en el tiempo, como si los años no pasaran ni para ella ni para los vecinos. Era inútil que el portero le dijera eso hasta el cansancio, ella decía que estaba “confabulado”. Se ofendía terriblemente cuando alguien osaba ponerla frente a esa verdad. Con el tiempo, todos la dejamos seguir con esta historia, total, no hacía mal a nadie y le daba motivos para entretenerse. Recuerdo que con el palo de la escoba golpeaba el techo “para hacerlos callar”: de pronto se ponía un dedo en la boca como para que yo hiciera silencio y me decía: “ves, ahí están jugando otra vez”, o “le están pegando al pobre chico, habría que llevarlos presos” y otras cosas por el estilo. Yo asentía y me reía mucho para mis adentros: ¡qué chiflada está mi abuelita, pensaba, pero cuanto la quiero!
Además de este curioso folletín, otras cosas mundanas interesaban visceralmente a mi abuela: la política y el fútbol.
Antiperonista acérrima, bastaba nombrarle al “general” para recibir una interminable retahíla de insultos, sermones y otras yerbas. A tal punto era su disgusto con este tema, que lo primero que preguntaba al conocer a una persona era: ”¿Ud no será peronacho no?” Escuchaba la radio todo el día, principalmente Radio Colonia. Si todavía me parece escuchar el consabido estribillo del noticiero “las últimas noticias para este boletín”…
El fútbol, su otra pasión. No se perdía la transmisión de un partido de River ni programa deportivo de la radio y en esos años, era fanática de un tal “Ramoncito Diaz”: vas a ver, me decía, ese muchacho promete. Sabía tanto que podía discutir en pie de igualdad con cualquier hombre con quien hablara de fútbol.
La televisión casi no le interesaba, recién tuvo una cuando yo era adolescente y lo curioso era que compartíamos el gusto por las novelas de Alberto Migré. Si hasta estaba enamoradísima de Arnaldo André, famoso actor de telenovelas de los años 70, tanto que me llevó al teatro a verlo y guardaba una foto arrancada de una revista en un cajón de su mesa de luz. Parecía una adolescente como yo: “ese paraguayito es divino”, decía.
Así vivía Doña Rosita, una solitaria a la que la soledad no alcanzaba, tanta vida interior creaba mucha vida exterior. Siempre alegre, siempre vital, jamás la ví enferma, jamás la oí hablar de vejez o de muerte, parecía vivir una juventud eterna.


Continuará….

1 comentario:

  1. Inés:
    Me encantó Doña Rosita!!! Espero que te animes y escribas una segunda parte. Gracias!!!

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