viernes, 16 de enero de 2015

DOÑA ROSITA

Estimados:  Ya tengo varios colaboradores en este blog de relatos. ¿Tal vez habría que llamarlos "Columnistas"? No sé, pero no importa el nombre.  En cambio sí,  que me llegó el segundo aporte de Inés  Aguirre con la historia de su abuela. A mi me pareció muy tierna la manera en que va desarrollando el relato, ya que siempre lo hace a través de la mirada de una niña. 
¡¡ Muchas Gracias!!!

 II. LA ABUELIDAD DE MI ABUELA

Siempre me sentí muy cercana a mi abuela. Esto es curioso si considero qué poco tiempo pasábamos juntas en realidad. Supongo que la intensidad compensaba la cantidad.
Desde muy chica, en algunas ocasiones, mis padres me dejaban con ella. Muchas veces me quedaba a dormir una noche y ocasionalmente varios días cuando ellos salían de viaje. Entonces, para mí, ¡empezaba la fiesta!
Mi abuela me transformaba en su princesa y me dedicaba toda su atención. A ella le gustaba mucho pasear y verdaderamente disfrutaba llevarme con ella y mostrarse con su nieta.
 Recuerdo cómo disfrutaba yo el verla arreglarse. Tenía su personalidad hasta en el vestir: era toda una ceremonia que podía llevarle fácilmente dos horas. Nunca  salía de mañana, siempre por la tarde después de comer. Se ponía con parsimonia una prenda sobre otra: parece que estoy viendo los enormes corpiños con breteles de cinta de raso que ella misma les cosía, luego la faja con cientos de tiras que ella ajustaba una por una, las medias de seda con ligas, la fina combinación y finalmente su habitual blusa blanca de cuello de volados con el jumper de lana en invierno, o el vestido de lino en verano. Tenía pocas prendas y todas muy similares, los colores, siempre azul, blanco y celeste, como si hubiese elegido una especie de uniforme que le sentaba y se apegaba a él. A veces se hacía un gracioso moñito en el cuello con una cinta roja de terciopelo, o se ponía un ancho cinturón también rojo que le marcaba la esbelta cintura, únicos detalles de color en su paleta azul celeste. Tenía un solo par de zapatos de tacón,  negro de invierno y otro blanco de verano, eso sí, de los más finos de Buenos Aires, al igual que la cartera haciendo juego. El tapado, azul,  de Marilú o un fino saquito de hilo para el verano. Usaba guantes blancos tanto en invierno como en verano. Pocas alhajas, todas de oro: unos aritos que le había regalado un alumno que nunca se sacaba, varias pulseras argolla y algunos anillos que yo secretamente envidiaba, especialmente uno del que me enamoré y que le hice prometer que sería para mí. Hoy lo llevo como talismán cuando viajo, de alguna manera tenerlo conmigo me hace sentir que ella me protege. Cosas que ni yo misma puedo explicar.
El cabello, escaso y gris con algunas finas hebras blancas (color que milagrosamente conservó hasta su muerte) se lo peinaba en un rodete que sujetaba con muchas horquillas  que, de todos modos, no lograban cumplir su función ya que siempre andaba toda “desmechada” y nadie hubiera sospechado nunca que se había estado peinando durante largo rato.
Capítulo aparte era la cuestión del maquillaje: se pintaba con colorete bastante fuerte los pómulos y con rosa subido los labios sin respetar los límites de los mismos: el resultado era bastante curioso. Las uñas de los pies y las manos, pintadas siempre de rosa. Cualquier otra persona que tuviese esas manos y esos pies se hubiese dejado llevar por el sentido común que le aconsejaría no llamar la atención sobre los mismos. Pero no mi abuela. Los dedos de las manos eran enormes y artríticos y los de los pies, ¡ay, dios mío!, una enciclopedia de deformidades…
El interior de su cartera era un ejemplo de practicidad y orden. No usaba billetera: se tomaba el trabajo de clasificar los billetes, luego los  doblaba al medio y los ataba con una gomita. En esa clasificación quedaban fuera los billetes “viejos” y los rotos, los cuales guardaba para las propinas y, si eran los de más valor, los ponía adelante para sacárselos de encima rápido. En un monederito aparte llevaba las monedas. Las llaves, las ataba con una cinta de raso celeste de modo que quedasen separadas las de las diferentes puertas del departamento.
Terminada la complicada ceremonia del vestuario, me tomaba de la mano y salíamos a la aventura.
 Íbamos al cine y luego a tomar el té , generalmente a la confitería Ideal. La mesa se llenaba de masas y tostados y yo me sentía una reina cuando los mozos de impecable traje y moñito nos atendían con deferencia. Otras veces en vez del té, era cena en El Palacio de la Papa Frita, mi preferido. Aún veo ante mí esa fuente inmensa de papas fritas soufflé ¡que me comía prácticamente yo sola! De regreso a su casa, era paso obligado el kiosco de revistas: ¡dale abue, comprame la Susie! Y ella accedía y me compraba todas las que había. Yo no veía la hora de llegar al departamento para ponerme a leer esas revistas que llenaban mis sueños de romances y aventuras….
Si por alguna razón no salíamos, entonces la fiesta era en casa. Yo transformaba ese departamentito en mi reino y ella me dejaba hacer: disfrazarme con sus cosas, revolverle los cajones para ver qué encontraba, hacer tiendas de indios con su cama, en fin, todo lo que mi imaginación daba y mucho más. Por supuesto también  el desayuno en la cama, el almuerzo y cena  a pedido y  las golosinas que nunca faltaban.
Para entretenerme, también mi abuela me contaba cuentos e historias, algunas reales, otras no tanto. Había sido “maestra de varones” como decía siempre con orgullo, y muchas veces  me contaba anécdotas de aquellos años de docencia. Siempre estaba hablando, siempre contando algo o haciendo algún comentario sobre alguien. Era un poco criticona también y me hacía reír con sus ocurrencias.
Una vez me llevó de vacaciones a Mar del Plata, ciudad que amaba porque supongo que le recordaba otros tiempos en los que iba con su esposo. Nos alojamos en el Hotel  “de los marinos”, un hermoso edificio que conservaba el aire solemne de otros años. Tengo entrañables recuerdos de ese viaje: el desayuno y la cena en un comedor magnífico con mozos de saco y moñito que nos atendían como reinas, la exquisita sopa de verduras que constituía siempre el primer plato, las meriendas de leche con vainillas en La Martona y los infaltables alfajores Havanna, el viaje en tren, los paseos por la rambla…
Y pasaron los años, y crecí. Y siempre seguí visitando a mi abuela, devolviendo como podía con mi egoísta y breve presencia de adulto, tanto amor y tanta dedicación recibidos. Pero ésa, ya es otra historia.
Continuará…                                                    
                       Inés Aguirre.

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